José Julián Martí y Pérez nació el 28 de enero de 1853 y murió el 19 de mayo 1895. Para los políticos cubanos es lo que Cristo para la iglesia católica. No importa la ideología o tendencia. Todos se precian de conocerlo al dedillo.
Es políticamente correcto que cualquier documento, oficial o disidente, esté precedido por una frase del prócer. Hasta en mi blog hemos puesta una: «A nada se va con la hipocresía».
En la isla, gusta sobremanera tirarse fotos con su retrato de fondo. En las bibliotecas de opositores y en los estantes de las oficinas de los jerarcas gubernamentales, bien apiñados se pueden ver los gruesos tomos de sus obras completas. Es raro que en una escuela pública cubana no exista un busto suyo.
En las vallas de propaganda ideológica que circundan las principales arterias del país, elaboradas por diseñadores sin fantasía del departamento de orientación revolucionaria, aparecen frases épicas del héroe sobre colores mustios y donde siempre Martí aparece muy serio, vestido con un fúnebre traje negro.
Al gobierno le gusta vender la imagen de un tipo triste y comprometido con la independencia de su patria. Martí fue mucho más. Sacralizar a los hombres de talla extra no es prudente. Ni aconsejable.
Suele provocar ronchas en las nuevas generaciones, que no ven con agrado esa imagen patitiesa de José Martí. A nadie le gusta contemplar estatuas de hielo.
Dos intelectuales cubanos han intentado desmontarlo del pedestal. Uno fue el fallecido escritor Guillermo Cabrera Infante, Premio Cervantes en 1997. En diversas crónicas, Cabrera Infante nos ofreció un Martí de carne y hueso. El otro que nos entregó a ‘Pepe’ sin envoltura es el cineasta Fernando Pérez, en su película El ojo del canario.
A 158 años de su natalicio, José Martí sigue siendo un paradigma imprescindible. Pero se necesita una relectura de su obra. Una divulgación sin encartonar que nos desmitifique la grandeza indudable de este habanero, hijo de un militar español, que vivió su infancia en una pequeña casa de la calle Paula.
Como genio político adelantado a su época, fue un incomprendido. Toscos jefes militares de la manigua lo veían con celo. Tipos de brazos fuertes para lanzar brutales cargas al machete contra las tropas españolas, pero de intelecto reducido.
Gente de rifle alegre que creía que los galones había que ganárselos disparando tiros o coleccionando cabezas de sus enemigos como trofeo. Y Martí era un hombre de letras, humanista y estratega político. Así y todo, se ganó el prestigio a pulso con su trabajo sin descanso en pos de una Cuba democrática y distinta. En 1892 fundó en Tampa, Florida, el Partido Revolucionario Cubano.
El 24 de febrero de 1895 desembarcó por una playa del oriente cubano, para iniciar lo que él llamó una «guerra necesaria». Que lo era. Aunque según ciertos historiadores, no era necesaria su presencia en el campo de batalla.
Pero ‘Pepe’ Martí quería demostrar que él era algo más que una pluma brillante. Intentaba ponerse a prueba. Cayó en la trampa de sus enemigos políticos que de forma peyorativa lo llamaban ‘capitán araña’.
Algunos estudiosos de su obra coinciden: fue un verdadero suicidio político sumarse a los insurrectos. Tres meses después, el 19 de mayo de 1895, caería abatido en una escaramuza absurda, cerca del caserío de Dos Ríos.
En este siglo 21, los mandarines del régimen mantienen la isla repleta con sus imágenes. A la primera de cambio, le colocan ofrendas florales. Pero a la hora de hacer política de Estado, aprecian más los cojones y el valor ganado en las trincheras de combate que a los hombres de ideas.
Martí fue también un cubano universal. El mejor de todos. Un precursor que sirve de muletilla a políticos de los dos bandos, dentro y fuera de Cuba. Pero la realidad es que Martí todavía no se conoce a fondo. Unos y otros, sacan provecho de la faceta que les interesa reflejar. Gobernantes y opositores halan por su lado los despojos del héroe nacional.
Cada cual cree merecerse a Martí. Un muerto útil más. Un cliché. Cuando pase la resaca de estos tiempos borrascosos, en manos de los intelectuales cubanos queda la labor de redescubrir al Apóstol, como antes de 1959 le decían. Deuda y compromiso.
Lo necesitan esos jóvenes que han hecho suya la bandera de las banalidades y cuya meta es un pasaporte y un permiso de salida. A ellos les fastidia, y mucho, esa figura descafeínada de José Martí.
Iván García
Foto: Daniel, Picasaweb.