El 14 de septiembre del 2010 el joyero y agiotista Humberto González Otaño vivió la última noche de su vida. Residía en calle 7ma No. 52 entre 2da y 4ta, Reparto San Matías, San Miguel del Padrón, municipio al noroeste de La Habana.
Bien entrada la madrugada, al menos dos malhechores rompieron con una llave de expansión una pequeña ventana lateral del baño y se introdujeron en la vivienda.
Subieron a la habitación donde dormían González Otaño y su esposa, Esther Fernández Almeida. Cuchillo en mano, luego de amordazarlos, golpearlos, amenazarlos de muerte y pinchándolos con la punta de sus armas blancas, lograron que Otaño les indicara donde ocultaba grandes cantidades de dinero y valiosas prendas de oro valoradas en más de 200 mil pesos.
El obeso joyero -pesaba más de 400 libras- conocido como Tarzán, guardaba el dinero y las joyas debajo de su colchón. Los delincuentes tomaron el alijo, cerraron con llave las puertas de salidas y luego de saltar una alta tapia, huyeron en la oscuridad de la noche.
Esther logró zafarse las mordazas y empezó a gritar. Los vecinos llamaron de inmediato a la policía y a los bomberos, quienes rompieron la puerta para prestarle auxilio al joyero, que había perdido el conocimiento y sangraba copiosamente, producto de las heridas provocadas.
Al llegar al hospital murió. Según la autopsia del Instituto de Medicina Legal, la causa del deceso fue provocada por asfixia. El DTI (Departamento Técnico de Investigaciones), abrió un expediente, nombrado Caso Tarzán.
El teniente Yoelkis Céspedes Ramos fue nombrado instructor. Luego de las preliminares por parte de peritos y el laboratorio de criminalística, comenzaron a investigar a posibles sospechosos.
No hubo que indagar mucho. Se supo que diez meses antes, cinco ciudadanos residentes en el barrio de Mantilla y uno con dirección en Centro Habana, habían planeado un robo a la vivienda del joyero.
Ante tal evidencia, se detuvo a los seis sospechosos. Y se realizaron registros en sus moradas. No les encontraron joyas ni dinero. Las pruebas del delito eran un rollo de soga y la presunta llave de expansión con se violentó la ventana de la residencia de González Otaño.
Además de algunas indumentarias, que posteriormente fueron sometidas a la prueba de olor, dando positivo según el acta policial. En los interrogatorios, ninguno de los encartados se declaró culpable de los hechos acecidos la noche del 14 de septiembre del 2010.
Sí reconocieron que habían intentado robar en dicha vivienda meses antes, pero confesaron que esa noche ellos no habían sido los asaltantes. La propia Esther, esposa de Otaño, no pudo reconocer a los ladrones, estaban con antifaz, aunque en una prueba de voz, donde los sospechosos leían en voz alta palabras tales, como ‘mátalo’ y ‘dónde está el dinero’, Esther dijo reconocer la voz de uno de los malhechores.
El 15 de septiembre, en Jurisconsulto de Cuba, la abogada y periodista independiente Laritza Diversent denunciaba que a Esther Fernández Almeida, la única testigo presencial de los hechos y la última persona que vio con vida al joyero asesinado, el 23 de marzo de 2011 las autoridades del Ministerio del Interior le dieron permiso para salir del país rumbo a España.
En Cuba, la maquinaria policial parte de una premisa simple. Los sospechosos son culpables y tienen que demostrar su inocencia. Es norma que los antecedentes penales y la mala conducta social sean elementos de peso en la investigación.
Cuando el instructor presume que tiene a los autores del hecho, se obvian las pruebas científicas y se hace hincapié en arrancarles una confesión lo más rápido posible a los detenidos.
En el Caso Tarzán los encartados no se declararon culpables. Con una labor técnica precaria, sin huellas dactilares en la escena del crimen, se lo jugaron todo a la carta de la huella de olor.
Los sospechosos cumplen prisión preventiva en el Combinado del Este, la mayor cárcel de Cuba, ubicada en las afueras de La Habana. Han hecho saber a sus familiares que las pruebas han sido falsificadas.
La razón que alegan es de fuerza mayor. Esa noche ellos no estaban en el lugar del crimen. Los testigos que pueden dar fe no son de fiar para la policía, pues son parientes cercanos o esposas.
Estos tipos no son santos. Han robado y se han visto envueltos en innumerables problemas con la justicia. Pero, aseguran, no son asesinos. El caso tiene innumerables fallos y lagunas.
Uno de los encausados, Pedro Valerino Acosta, quien hacía negocios con el joyero, había sido el vaso comunicante con los integrantes de la banda de Mantilla. La noche que la banda desistió de robar al joyero de San Miguel, alegaron que fue debido a la fuertes medidas de seguridad de la vivienda.
El joyero tenía dos perros y una pareja de guardianes que cuidaban la casa todas las noches. Sospechosamente, la noche del 14 de septiembre de 2010 no hubo ni perros ni tampoco ninguno de los vigilantes hizo su ronda.
Quedaba en manos de un tribunal imparcial demostrar la autoría de los hechos. El 28 de noviembre del 2011 en una sala estrecha y calurosa situada en el cuarto piso del Tribunal Provincial de La Habana, a tiro de piedra del Capitolio Nacional, se celebró el juicio.
La citación decía que comenzaría a las 8 de la mañana, tres horas después de convocado, arrancó el proceso. Dos docenas de guardias conducían a los seis presos, que llegaron en un viejo camión jaula ruso pintado de verde olivo y sin apenas ventilación.
Los reclusos fueron conducidos fuertemente esposados a los calabozos ubicados en el primer piso del Tribunal. Cuando comenzó el juicio fueron trasladados a la sala sin esposas.
En apenas cinco horas la Fiscalía efectuó las pesquisas, y sin argumentos sólidos, con ausencia de testigos citados o un informe de medicina legal, mantuvo la sentencia de 18 a 27 años de privación de libertad para los acusados.
Los abogados de la defensa estuvieron de lágrimas. A ratos, se confundían con la Fiscal. Ningún abogado defensor exigió se realizara un examen de ADN a los detenidos. Según Laritza Diversent, las pruebas de ADN se realizan en Cuba sólo en casos extremos.
Supongo que los casi 30 años tras las rejas que le esperan a una persona que se declara inocente es un caso extremo. Incluso, los peritos que estuvieron presentes en el juicio no eran los mismos que estuvieron en la escena del crimen.
Ante tanto despropósito legal, ya al filo de las dos de la tarde, Ramón Hechavarría, uno de los inculpados, con voz firme declaró que todas las pruebas eran falsas y pidió que lo trasladaran a la celda.
Por el camino recibió una bestial golpiza de los guardias de prisión, a la vista de todos. Su esposa también recibió algunos bofetones, mientras gritaba “asesinos” en la aparente casa sagrada de la justicia cubana.
Cuando con voz monótona y en tono bajo la jefa del Tribunal leyó la sentencia, se armó la marimorena. Varias mujeres fueron detenidas y hubo un uso excesivo de la violencia policial.
Cinco días después, varios de los encartados se “plantaron” en la cárcel. Y dos de los condenados se cosieron la boca en señal de protesta por lo que consideran un proceso injusto.
Cabe esperar que la maquinaria legal cubana analice con rigor el caso durante la apelación. Los malos procedimientos legales en diferentes asesinatos se han convertido en regla, como el de la niña de Bayamo, con una instrucción policial que deja bastante que desear.
En un país que vive al límite de la fe, donde las carencias materiales y la falta de futuro provocan inusuales estallidos de cólera, procesos sin plenas garantías jurídicas pueden desencadenar protestar callejeras en barrios marginales y entre los familiares de los sancionados. Ellos sienten que ya tienen poco que perder.
Iván García
Foto: paoloanselmino, Panoramio. El Tribunal Provincial de La Havana radica en el edificio que una vez ocupara el Diario de La Marina, inaugurado en 1958. Se encuentra en Prado y Teniente Rey, frente al Capitolio Nacional.
Esto deberían publicarlo de nuevo porque no han hecho nada