El calor regresó a la ciudad junto al reguetón, la bulla y el alcohol. No hay nada que moleste más a Danay, 26 años, que las gotas de sudor deslizándose por sus mejillas, mezclado con el insoportable olor a querosene de los autos antiguos utilizados como taxis en La Habana y el escandaloso reguetón del Micha tronando en sus oídos.
“Vírate al revés, apretadita y en puntilla de pie”, resuena la voz ronca del Micha, un ex marginal reconvertido en cantante, en el equipo de audio de Luis Alberto, 56 años, taxista privado que conduce doce horas diariamentes un hibrido automovilístico: carrocería de Chevrolet de 1948, motor de Mercedez Benz alemán, banda de freno japonesa y caja de velocidad de Hyundai sudcoreano.
“Cómo extrañaba la bulla y la sandunga de los cubanos. En estos nueve días de duelo La Habana parecía una funeraria gigante. De truco. No se vendía ron y si te veían tomando cerveza eras un pichón de contrarrevolucionario”, expresa Luis Alberto, mientras intenta driblar la colección de baches de la calles capitalinas.
De los cinco pasajeros nadie habla de Fidel Castro. Ni del duelo nacional. Zulema dice que sacaron bolsas de pollo a veinticuatro fulas cada una en el mercado de Carlos IIII y cuenta cómo administra los pollos.
“Sí los pongo en el congelador mis hijos y mi esposo, que comen como anormales, se los jaman en una semana. Pongo cinco postas de pollo en un nailito dentro de la nevera. El resto los guardo en un freezer que tiene candado”, le explica al pasajero a su lado, un negro con pinta de deportista que viaja con la cabeza encogida en la parte trasera del auto y solo sabe asentir, sin opinar.
Un joven con un peinado estrafalario vive en otra dimensión. Escucha con unos audífonos inalámbricos a Jay Z a decibeles elevados. No participa del debate cotidiano de los habaneros sobre la falta de dinero, comida y futuro.
Solo mira por la ventanilla del auto y a ratos con un paño limpia la pantalla de su reluciente Samsung Galaxy 7. A los veinte minutos de viajes Danay estalla.
El calor, los goterones de sudor que le estropean el maquillaje, el reguetón a todo volumen y el humo del cigarrillo del chofer, un cigarrillo tras otro, como Marlon Brandon en la saga de El Padrino, la perturban: “Por favor, usted puede bajar esa música y dejar de fumar”.
El taxista la mira como a un extraterrestre y responde. “Nena, aunque no lo parezca el carro es mío. Si estás de mal humor, puedes bajarte. Apuesto cualquier cosa que tu novio te dejó”, y todos se ríen.
Me quedo con esa imagen. La risa. En los últimos nueve días, sonreír era sospechoso. Los habaneros caminaban como zombis, solemnes y cabizbajos.
Cuando hablaban sobre Fidel Castro ponían a echar andar ese reproductor automático que muchos cubanos llevan dentro: “El estadista más grande del siglo XX, el comandante invicto, el hombre que escapó a más de 600 atentados de la CIA”. Así por el estilo. Los comentarios eran réplicas de la jerga oficial.
La gente bebía ron a hurtadillas, la bulla se apagó y un silencio que daba más miedo que sosiego se esparció por toda la ciudad. Los que gustaban de hacer cuentos de Pepito en las esquinas, donde Fidel Castro era el centro de la broma, aplazaron los chistes hasta nuevo aviso.
Los bares privados solo vendían refrescos, maltas, batidos de frutas y hamburguesas. Ni mojitos ni vino. “Tú estás loco, brother, si me cogen los inspectores me quitan la licencia”, el dueño del bar le dice en voz baja a un cliente. Pero antes de cerrar, mira de un lado a otro, y a los que quedan en el bar les ofrece un trago de ron añejo: “Éste va por la casa, para que celebren lo que quieran celebrar”.
Y es que la muerte de Fidel Castro apagó de golpe el costumbrismo, los pregones callejeros y ese lenguaje sabroso y desenfadado de los cubanos. Aunque Cuba es un juego de espejo.
Por debajo de las alcantarillas se apostaba a la bolita y se jugaba a las cartas o bacarat en los casinos clandestinos conocidos como burles. Las jineteras ‘trabajaron’ exclusivamente a domicilio.
“En esos nueves días de velorio nacional no era prudente jinetear por los alrededores de los bares particulares y las discotecas”, subraya Zaida, que el lunes volvió ‘pal’ fuego’. “Los clientes tenían hambre. El duelo terminó a las 12 de la noche del domingo 4 y enseguida empecé a tener solicitudes. Es que los hombres estaban tensos”.
Veinticuatro horas después que las cenizas de Fidel Castro fueran colocadas por su hermano Raúl dentro una enorme roca que según dicen fue traída de la Sierra Maestra, en el cementerio santiaguero de Santa Ifigenia, a 900 kilómetros de La Habana, a la capital regresó el choteo, la bulla y los borrachos volvieron a descorchar las botellas.
Y el reguetón a todo volumen no podía faltar.
Iván García
Diario Las Américas, 9 de diciembre de 2016.
Foto: Una vez terminados los nueve días de duelo oficial por la muerte de Fidel Castro, los habaneros no solo volvieron a reír, cantar, bailar y hacer chistes, también reanudaron su vida cultural. En la noche del 7 de diciembre, muchos acudieron al Gran Teatro de La Habana a disfrutar del estreno de cuatro obras de la compañía Acosta Danza, dirigida por el cubano Carlos Acosta, quien además del Ballet Nacional de Cuba, ha sido bailarín del Houston Ballet, American Ballet Theatre y The Royal Ballet, entre otras importantes compañías. Foto de una de las obras estrenadas esa noche, hecha por Ana León y tomada de Cubanet.