Incrustado entre cañaverales y la cadena montañosa del Escambray contemplando a la distancia, bordeando la vieja Carretera Central, está enclavado el poblado La Esperanza, perteneciente a Ranchuelo, uno de los 13 municipios de la provincia de Villa Clara, a unos 290 kilómetros al este de La Habana.
Es un poblado sin pretensiones, similar a miles de caseríos y bateyes de la Cuba profunda. Olor a melaza en tiempos de zafra, una parroquia y la vida comercial -y vecinal- transcurre en el parque del pueblo. Un pueblo donde todos se conocen. Saben al detalle las interioridades de cada familia y a los forasteros lo atienden a cuerpo de rey.
“En pueblo chiquito, infierno grande. Cuando mi esposo y yo queremos tomar cerveza nos vamos para Santa Clara, la capital de la provincia, a 16 kilómetros de La Esperanza, pues enseguida comienzan los comentarios: ‘Oye, mira como esta gente tiene dinero’. Aquí la gente vive con lo justo”, confiesa Dianeye, 36 años, madre de dos hijos y esposa de Servando, dueño de una Harley Davidson de 1936 y probablemente uno de los tipos más importantes del pueblo.
En La Esperanza, el dinero se cuenta por centavos. En el restaurante El Colonial, a un costado del parque, dos personas pueden almorzar arroz blanco, chuletas de cerdo, frijoles colorados, mariquitas de plátano verde y ensalada de estación por 34 pesos, menos de dos dólares.
La tienda por divisas se encuentra vacía. Dos empleadas aburridas parlotean de la novela de turno y una le enseña en su teléfono cómo conectarse a internet desde la red wifi para abrirse una cuenta en Facebook.
“Es que quiero conocer amigos”, comenta la joven. “Ella lo que está es buscando novio”, señala sonriente su amiga. Y es que en estos pueblos, casarse siempre repercutirá en el futuro de una familia.
Dianeye bien lo sabe. Con quince años contrajo matrimonio con Servando, el padre de sus hijos. A cada rato, viaja de copiloto, sentada en el asiento trasero de la añeja Harley Davidson por lugares recónditos de la Isla. “Sí, alguna vez deseé emigrar a Santa Clara o La Habana, pero ya desistí. Mi esposo construyó una buena casa de placa. Después de gastar tanto dinero no nos vamos a marchar del pueblo, que no es muy entretenido, pero es tranquilo”, dice Dianeye.
Tranquilo y aburrido. En La Esperanza los minutos parecen horas. El reloj parece no caminar. Pero usted chacharea hasta el infinito y solo han transcurrido cuatro minutos. Lentamente también pasa el tiempo si se decide a recorrer los dos kilómetros a la redonda del pueblo.
Los muchachos que terminan sus clases de secundaria hacen media en el parque. Los pensionados leen la monotemática prensa nacional y hablan de béisbol mientras bostezan. Los borrachos comparten un litro de ron de caña y cuando la ebriedad los vence se tiran a dormir encima de unos bancos de hierro y madera pintados de rojos.
La guagua para ir a otras localidades pasa a determinadas horas. Para moverse en tramos cortos se utilizan carretones tirados por caballos. Un anacrónico ómnibus Girón, de carrocería nacional y motor de la era soviética, ruidoso y con el techo desnudo que muestra la estructura de acero, recorre los 16 kilómetros que separan La Esperanza de Santa Clara.
Santa Clara, la capital de la provincia Villa Clara, es otra cosa. Aunque tampoco como para tirar cohetes. Pero es la tercera o cuarta urbe de Cuba. En las avenidas sobran las consignas recordando al Che Guevara, un argentino iracundo que durante la guerra de guerrillas de Fidel Castro ocupó la ciudad durante la Noche Vieja de 1958.
La arquitectura de Santa Clara es impersonal. Casas construidas con esfuerzo propio, conjuntos de edificios de la etapa del realismo socialista, parejos y feos y en los cuales no se planificaron parques ni centros de ocio. Algunos fueron construidos con tecnología de la antigua Yugoslavia y que en un futuro no le debería temblar la mano a los urbanistas y demolerlos.
Como en La Esperanza, pero en una zona de mayores dimensiones, se encuentra el parque Leoncio Vidal, rodeado de edificios de estilos barroco o clásico y un hotel, el Santa Clara Libre, de diseño modernista.
Hay varias paladares excelentes. Se puede comer una ración generosa de camarones por 4 cuc y un pargo de medianas proporciones por 3 cuc. Una de esas paladares es La Terraza, ubicada en una callejuela estrecha en las inmediaciones del parque Vidal, siempre está repleta de extranjeros de paso por Santa Clara.
En el parque tienen conexión wifi y los jóvenes chatean con amigos, pretendientes o familiares en sus teléfonos móviles utilizando la aplicación IMO. Los más viejos, en radios portátiles, siguen jugada a jugadas el partido de béisbol de Villa Clara en la Serie Nacional. Los fanáticos están ilusionados con su selección.
“Hacía dos años que Villa Clara no clasificaba para la segunda fase de la temporada. Ahora tenemos chance de hacer un buen papel. Confío en que Alexander Malleta, refuerzo de Industriales, tenga un buen desempeño”, indica Mario, un aficionado del béisbol a prueba de bombas atómicas.
Los jóvenes santaclareños, como en el resto del país, prefieren el fútbol. Y en las tarde se reúnen en un café en los bajos del hotel Santa Clara Libre para ver los partidos de la Champions del Real Madrid o el Barcelona.
Acudir a este café es sinónimo de buen estatus económico. Una cerveza cuesta un 25 por ciento más cara que en otros bares y hay un canal de televisión satelital. Cerca de las once de la noche, un demente, sucio y semi desnudo, pide limosna a los parroquianos.
Un guardia de seguridad lo echa a la calle. Al igual que en La Habana o Santiago de Cuba, en Santa Clara aumentan en flecha los mendigos. En su léxico particular, el Estado los denomina ‘deambulantes’.
Existen tres cosas que parecen no tener solución en Cuba. El futuro, el marabú y la pobreza. Santa Clara no se salva de ninguna de ellas.
Iván García
Hispanopost, 2 de noviembre de 2016.
Foto: En Santa Clara, como en el resto de las ciudades y pueblos del interior de la Isla, el carretón de caballo se ha convertido en uno de los principales medios de transporte. Tomada del blog de Carol Kiecker.