Venezuela no ha llegado, en 11 años de chavismo, a los escenarios de Cuba y Corea del Norte porque los ciudadanos de ese país de Sudamérica -a pesar de viejos líderes corruptos y de otros trastornos regionales- tienen un apego legítimo a la democracia. Y, además, porque los tiempos cambian y los asaltos con el factor sorpresa tienen vida limitada y llevan, en el asombro del debut, el programa de la despedida.
Allá se conoció la esperanza de una sociedad abierta en un país rico y con posibilidades de proporcionarle bienestar a todos. Se vivió la experiencia de una prensa libre y de alto nivel profesional y los hombres y mujeres de aquella nación tuvieron siempre la posibilidad (y el coraje) de batallar contra dictadorzuelos y camajanes por todos los medios, desde las urnas hasta la verdadera rebeldía.
Hugo Chávez lleva más de una década intentando implantar un sistema que le es ajeno a la esencia de Venezuela, aunque en los primeros momentos algunos sectores de la población -los más olvidados por demagogos y gorilas anteriores- se hayan dejado llevar por los cantos del mariachi que acompaña los discursos del presidente.
En los últimos años, la resistencia al sueño de imponer el modelo cubano ha estado presente con reacciones espontáneas en todos los dominios de la vida pública. Ahora que la oposición política ha recobrado fuerza y coherencia, esa voluntad popular se hace más visible y tranquilizadora.
El militar y sus asesores extranjeros tratan de voltear la cabeza de la gente hacia pendencias artificiales (candangas, dice Chávez), pero los venezolanos quieren vivir en paz. Quieren estar seguros en sus ciudades y sus casas, sin la presencia de una batalla de ideologías que es el centro de la atención de los gobernantes, mientras el país se arruina y la delincuencia provoca tantos exilios como la persecución de las ideas.
La Ley Habilitante, aprobada en diciembre pasado para darle el poder absoluto por 18 meses, lo ha dejado de completo uniforme y arma de reglamento frente a su país y ante la comunidad internacional. Entonces, ha entrado en la Asamblea Nacional con la mano tendida hacia la oposición y con unos bocadillos amables que tuvo que repasar para aprenderse de memoria hasta el amanecer.
Es un calmante, una pastilla colectiva. La búsqueda obscena de nuevas vías para seguir en el poder.
Esa es la droga de los dictadores. Jean-Claude Duvalier, Baby Doc, enseñó esta semana en Haití la gravedad de la adicción.
Raúl Rivero