Los compadres del PSUV (Partido Socialista Unido de Venezuela) han dividido el país en dos trincheras. Sus seguidores, en petrocasas y gabinetes médicos pintados de rojo y blanco con imágenes de Chávez colgados en la azotea, si demuestran lealtad absoluta, obtienen el derecho a un puesto de funcionario menor donde se podría ganar miles de bolívares extras.
A los detractores, la mitad del pueblo venezolano, les tratan como enemigos. Nicolás Maduro gobierna casi en estado de sitio. El ejército en la calle. Y sus camaradas asisten al Parlamento con manoplas escondidas en los bolsillos por si hay que golpear a opositores.
A Maduro le ha tocado bailar con la más fea. El hombre es de mecha corta. Tiene poca cuerda. Como estadista deja que desear. Discurseando es un desastre.
Tres o cuatro frases de cajón y repetir hasta el cansancio su amor por Hugo Chávez. No parece que el antiguo autobusero de Caracas pueda sacar adelante a Venezuela con su gobierno callejero, donde solo asisten seguidores.
Un país no es un partido. Se debe gobernar para todos. Escuchar a la otra parte. Y respetar sus opiniones en el Parlamento. Muchos creen que los consejos que sopla Fidel Castro desde La Habana buscan polarizar y radicalizar una revolución bolivariana que se desinfla.
Así gobernó Castro en Cuba. El barbudo guerrillero humilló a los sacerdotes y cualquier religión que no fuera la marxista. Nacionalizó todas las propiedades. Y tendió un puente aéreo que posibilitó la huida a Miami de sus enemigos y la clase media. Pero eran los tiempos de Guerra Fría.
En el siglo 21, montar una autocracia casi científica, con un parlamento al estilo cubano, donde se vota de manera unánime, es imposible. Seguir las estrategias de Castro es el camino más corto para que el PSUV cave su tumba política. Por muchas razones. Una de ellas: el gobierno de los Castro es un monumento a la ineficacia.
Sobrevive de los dólares del exilio y pasando el cepillo en Venezuela. La productividad anda por los suelos. Salarios de risa. Infraestructura disfuncional. Hasta los cacareados logros de la revolución en salud pública, educación y deporte caminan marcha atrás.
Políticamente, nunca será rentable garantizar derechos básicos y empleos sacrificando libertades. Esos derechos son deberes que un Estado moderno debe cumplir. Sin pedir a cambio un voto a favor.
Maduro no es Chávez. El de Barinas tenía carisma. Capacidad de maniobra, y a pesar de sus estrepitosos fracasos, con su oratoria podía convencer a sus partidarios.
Maduro crea desconfianza hasta en los propios chavistas. El puesto de Presidente le queda grande. Huir hacia adelante no es la decisión correcta.
Azuzar las diferencia políticas entre venezolanos es apagar un fuego con gasolina. Atrincherarse en instituciones que responden a los intereses de su partido no es la solución acertada.
Debiera ofrecer margen político y participación a la oposición. Representa el 50% del electorado. No es poca cosa. Si se pudiera calificar entre uno y diez el desempeño de Maduro en su primer mes de gobierno, la nota sería cero.
Como Presidente no ha dado la talla.
Iván García
Foto: Tomada de La Nación, periódico venezolano.