Una semana después de salir de la cárcel, me contaba el prestigioso poeta y periodista Raúl Rivero (Camagüey 1945-Miami 2021) en su apartamento del barrio La Victoria, Centro Habana, que el peor momento de su encierro era la hora del sueño.
Aunque dormir era lo más duro, cuando en su húmeda celda de la prisión de Canaleta, provincia de Ciego de Ávila, a 500 kilómetros al este de la capital, lograba relajarse y cerrar los ojos, se sentía un hombre libre. En esas madrugadas, la fantasía saltaba la celda tapiada y descorría con sigilo los candados chinos. De golpe retornaban momentos felices.
Entonces se veía tomando café con sus amigos, compartiendo con su madre, sus hijas y Blanquita, su esposa. Pero la ensoñación se quebraba al toque de campana y el paso atropellado de botas militares anunciando una requisa a fondo en la celda.
Para los 75 presos políticos de la Primavera Negra de 2003, esos años de cárcel en la Cuba profunda les parecieron siglos. No eran delincuentes. Ni terroristas. No habían violado ninguna ley que pusiera en peligro la seguridad nacional.
Se les fabricó una sarta de necedades inventadas por el régimen de Fidel Castro y fueron sancionados a largas condenas en juicios sumarios. Sus armas eran el bolígrafo y la palabra. Las pruebas acusatorias presentadas ante la fiscalía fueron libros, libretas de notas, máquinas de escribir y ordenadores portátiles.
Orlando Zapata Tamayo murió en prisión producto de una huelga de hambre. Ariel Sigler traspasó el umbral de su celda convertido en un guiñapo humano. Oscar Elías Biscet estuvo muchos años en una celda de castigo tremebunda.
La historia del presidio político en Cuba es terriblemente dolorosa. Algún día haremos un minuto de silencio por los compatriotas fallecidos en las prisiones de la Isla.
Cuando el periodista independiente Jorge Olivera Castillo fue excarcelado,en el verano de 2010, aparentaba diez años más y cargaba con un rosario de enfermedades. En abril de 2003 un tribunal lo había condenado a 18 años de privación de libertad.
“El juicio fue un circo. Sin ninguna garantía jurídica. Los abogados defensores tenían más miedo que nosotros. Las pruebas definitivas que demostraban que yo era una amenaza pública eran mis textos desperdigados por internet y grabaciones de programas de Radio Martí”, cuenta Jorge. Estuvo 36 noches durmiendo en Villa Marista, como es conocida la sede del Departamento de Seguridad del Estado, situada en el reparto habanero del Sevillano, en un antiguo colegio religioso transformado en prisión preventiva para opositores del castrismo.
Villa Marista es un residuo de la Guerra Fría. Una imitación caribeña de la Lubianka moscovita del periodo comunista de la URSS. La policía política usa técnicas de intimidación y torturas sicológicas. Cuando entras ya no eres un ser humano. Te convierten en un objeto. Una propiedad de los servicios especiales de los sistemas totalitarios. Antes de vestirte con un uniforma gris, te desnudan y te humillan delante de varios oficiales. Te obligan hacer cuclillas y abrirte el ano.
“Fueron días terribles. Las celdas, pequeñas y calurosas, destinadas a cuatro personas, estaban tapiadas. Las camas eran una plancha de zinc fijadas a la pared con una cadena. Los medicamentos te lo sitúan en una bandeja metálica fuera de la celda. Te llaman por un número. Ya no era Jorge, sino el recluso 666. Se duerme con dos lámparas de luz fría que nunca se apagan. A cualquier hora del día o la noche te llaman para extensos interrogatorios. Te conducen por largos y sombríos pasillos repletos de celdas donde no ves a ningún otro detenido. Es como la boca de un lobo”, recuerda Olivera.
Algunos autócratas suelen tener humor macabro. Después de las torturas, Stalin utilizaba los juicios y las autoinculpaciones, como un show. A veces eran juicios sumarios. Otras de corta y clava: te ponían de espalda a la pared y te encajaban un tiro en la sien. Si deseaban alargar la agonía te enviaban a un Gulag en la Siberia. La Seguridad del Estado ha calcado algunos de esos métodos. Excepto el tiro en la sien. Por ahora.
En una de esas pinceladas morbosas del régimen, los reos de La Primavera Negra fueron repartidos por diferentes prisiones de Cuba en ómnibus climatizados de turismo. “Era el colmo del cinismo. Viajamos viendo películas. Ese día nos dieron buena comida. Nos trataron a cuerpo de rey mientras nos iban dejando en cárceles a cientos de kilómetros de nuestras casas. A mí me recluyeron en el Combinado Provincial de Guantánamo, a mil kilómetros de La Habana, donde residían mis hijos y mi esposa ”, rememora el periodista, actualmente exiliado en Estados Unidos.
La peor experiencia que ha tenido Jorge Olivera fue la prisión. “La comida era un bodrio. Las golpizas de los celadores a los presos comunes eran habituales. Los reclusos se automutilaban o se suicidaban. La poesía me salvó de la locura”, confiesa Olivera.
A pesar de las terribles condiciones, los disidentes nunca dejaron de denunciar las brutalidades ocurridas dentro del penal donde cumplían sentencias. No olvido las llamadas de Pablo Pacheco Ávila, periodista independiente, contándome relatos que parecían sacados de un libro de horror. «Después de año y medio en la prisión de Canaleta, Pablo Pacheco pudo hablar por teléfono con el periodista independiente Iván García, quien le propuso reportar desde el penal. Pacheco se convirtió en el redactor principal de Voz tras las rejas, uno de los blogs de la plataforma Voces Cubanas, creada por Yoani Sánchez. Pacheco escribía en una hoja los ‘posts’ que dictaba por teléfono y que luego Iván, Claudia Cadelo, Lía Villares o la propia Yoani, se encargaban de hacerlos llegar al mundo», se podía leer el 20 julio de 2010 en el periódico español La Razón.
La historia de mi amistad con Pablo Pacheco es rocambolesca. Los dos comenzamos en el mejor oficio del mundo escribiendo sobre deportes, sobre todo de béisbol y fútbol (somos fans del Real Madrid). Pacheco residía Ciego de Ávila. Hablábamos mucho por teléfono, de la familia, nuestras aspiraciones de vivir en una Cuba democrática y al final, siempre terminábamos en un debate deportivo.
No nos conocíamos personalmente. Es increíble cómo se llega sentir tanta empatía por alguien sin haberle estrechado la mano o conversado cara a cara. Pacheco pensaba viajar a La Habana en marzo de 2003. Acordamos que nos veríamos frente al Capitolio Nacional, en Prado y Teniente Rey. Pero no pudo ser. En la mañana del 18 de marzo de 2003, en un gigantesco operativo de la policía política, como si fueran a atrapar a un connotado terrorista, Pablo fue detenido y posteriormente sancionado a 20 de años de cárcel.
Oleyvis García, su esposa, médica de profesión, sintió que de cierta manera ella también fue procesada. Tuvo que criar a su hijo Jimmy lejos del padre. Durante seis años, sin apenas dinero y carencias materiales de todo tipo, no dejó de visitar a Pablo en la prisión. En ocasiones tuvo que recorrer más de 400 kilómetros cargando pesadas jabas para llegar al presidio de máxima seguridad en Agüica, Matanzas.
Cada vez que traspasaba la puerta de la prisión, una parte de ella se quedaba dentro. Fueron años muy difíciles. “Si no me volví loco fue por Oleyvis. Ella es el punto justo de mi equilibrio mental”, me dijo Pablo recientemente.
En el verano de 2010, un diplomático europeo me comentó ‘off the record’ que la excarcelación de los 75 presos de la Primavera Negra era inminente. Junto con la periodista española Romina Ruiz-Goiriena, hoy editora de USA Today en la Casa Blanca, decidimos viajar hasta el domicilio de Pablo Pacheco en Ciego de Ávila y realizar varios reportajes con los disidentes liberados.
Tampoco pude conocer a Pacheco. El régimen los trasladó directamente desde las respectivas prsiones al destierro en España. Finalmente, cinco años después, en el verano de 2015, pude abrazar a mi amigo Pablo en Miami.
La Primavera Negra cambió mi vida para siempre. No solo el acoso y el hostigamiento era intenso. Nos detenían con frecuencia, los registros en las casas eran habituales, intentaron linchar nuestra reputación con actos de repudio. Una noche si y otra también, recibíamos llamadas anónimas con insultos y amenazas de muerte. En cualquier momento podían encarcelarme a mí o a mi madre. O a los dos.
El 25 de noviembre de 2003, mi madre Tania Quintero, reportera oficial durante veinte años y periodista independiente de Cuba Press a partir de 1995, se vio obligada a pedir asilo político en Suiza. Ese día fue el más duro de mi vida. Me despedí de mi madre que acababa de cumplir 61 años, de mi hermana Tamila y de mi sobrina Yania de 9 años. Un viaje con billete de ida. No sé si algún día las volveré a ver.
Iván García
Foto: De izquierda a derecha, Tamila García Quintero, Yania Betancourt García y Tania Quintero Antúnez, hermana, sobrina y madre del periodista independiente Iván García Quintero, en un parque infantil de Lucerna, Suiza. Realizada por la fotógrafa Jutta Vogel para la entrevista que la periodista Dominique Schärer publicó en septiembre de 2004 en la revista Amnestie con el título «Ich habe eine grosse innere Freiheit» (Tengo una gran libertad interior).