Era negro y homosexual. No poseía un físico atractivo y tenía la voz aflautada. Pero con una afinación tan perfecta como sus manos, que parecían diseñadas para deslizarlas sobre las teclas del piano del bar-restaurant, Monseigneur, en 21 y O, Vedado, donde Bola de Nieve tuvo su santuario.
El Bola, como los cubanos suelen llamarle, es uno de los tres grandes íconos de la música cubana nacidos en la otrora Villa de Guanabacoa, poblado al este de La Habana, popular por su resistencia frente al ataque de los ingleses, allá por 1762. Los otros dos son la cantante y actriz Rita Montaner y el pianista y compositor Ernesto Lecuona.
Ignacio Jacinto Villa Fernández, su nombre de pila, vino al mundo el 11 de septiembre de 1911. El 2 de octubre de 1971, a los 60 años, fallecía en México, en el DF, la ciudad que le descubrió ante el mundo. Quiso ser maestro, pero terminó siendo músico. A las convulsiones políticas en sus años mozos, se añadía su condición de negro y gay.
En la década de 1930, Rita Montaner, que ya entonces era una estrella, lo ayudó a ganarse unos pesos, como acompañante al piano en el Hotel Sevilla. O él mismo se los ganaba, tocando en los intermedios de películas silentes, en cines de barrio. De esa época, debe haber nacido la idea de fusionar su voz mientras tocaba el piano. Y que lo convertiría en un piano man irrepetible.
Corrían los años 40 y 50, y La Habana era una urbe de intensa vida nocturna. El Chori, rompía los cueros en los casinos de la playa, en Marianao. En el club La Red, La Lupe, con sus cualidades histriónicas, imponía una peculiar manera de cantar. Cerca de allí, Elena Burke, la señora sentimiento, convertía al Scherezada, en los bajos del Focsa, en la catedral del bolero.
Sin salir del Vedado, por muy poco dinero, cada noche, en El Gato Tuerto, se podía escuchar a César Portillo de la Luz con números de su autoría, como Tú mi delirio y Contigo en la distancia. Los noctámbulos solían terminar en la azotea del Hotel Saint John’s, en El Pico Blanco, donde José Antonio Méndez, con su voz ronca, interpretaba La gloria eres tú y Si me comprendieras.
Eso fue antes de que el comandante barbudo llegara, y mandara a parar «tanta fiesta». Todavía en los 60, en el bar Celeste, La Freddy, antigua criada de proporciones paquidérmicas y voz de mesosoprano, conmocionaba a La Habana. Años después, serviría de inspiración a Guillermo Cabrera para escribir Ella cantaba boleros.
En esa Habana del pan con bistec a 15 centavos y la cerveza Polar a 20 centavos la botella, Bola de Nieve brillaba por su autenticidad.
Ahora, a la entrada del Monseigneur -inaugurado en 1953, con especialidades como el Filet Mignon y la Langosta Mariposa- es común ver a extranjeros tirando fotos al mítico lugar. O saliendo con esculturales mulatas, que ni siquiera saben quién fue Bola de Nieve. A ellas les suele gustar lo mismo que a la mayoría de los jóvenes cubanos actuales: el rap y el reguetón, con sus letras contestatarias, groseras o violentas.
Nací en 1965 y no tuve la dicha de disfrutar en vivo de aquellos talentos musicales. Tampoco de una Habana a menudo visitada por famosos de la talla de Nat King Cole, Frank Sinatra, Lola Flores, Jorge Negrete y Libertad Lamarque.
Bola de Nieve es uno de los imprescindibles de la música cubana. Cada vez que paso por la esquina de 21 y O, frente al Hotel Nacional, donde queda el Monseigneur, no puedo evitar imaginármelo, con su traje negro y sus grandes dientes, a su manera cantando Drume Negrita, No puedo ser feliz, La flor de la canela, La vie en rose o El manicero.
Iván García