El 17 de marzo de 2003 por la noche mi cabeza estaba en otra parte. No tenía un centavo en el bolsillo y debía comprar un complejo lácteo vitaminado, que entonces costaba 4 dólares, a mi hija Melany, de apenas mes y medio de nacida. El desmesurado apetito de la bebita, había obligado a la pediatra a indicar que complementaran esa leche vitaminada con el pecho materno.
Entonces, era periodista independiente de la agencia Cuba Press dirigida por el poeta y periodista Raúl Rivero. Escribía para la web de la Sociedad Interamericana de Prensa y para Encuentro en la Red, sitio realizado por cubanos emigrados en España,
Pero el pago de los artículos llegaba cada dos o tres meses. Y 17 de marzo, el día antes de que el gobierno desatara la razia contra 75 opositores y periodistas libres, yo estaba pidiendo el agua por señas. Hablé con mi esposa la posibilidad de vender un reloj y alguna ropa mía, para poder comprarle el alimento a la niña.
Esa madrugada me quedé a dormir en la casa de mi hija, para ayudar a la madre, estaba extenuada con la costumbre de la pequeña Melany, de despertarse en plena noche y quedarse dormida al amanecer.
Al filo de la medianoche del martes 18 de marzo, regresé a mi hogar, en el barrio de La Víbora, donde vivía con mi madre, mi hermana y una sobrina. Con un cansancio de siglos y unas ojeras por el piso.
En el balcón vi a mi madre, Tania Quintero, también periodista independiente, haciéndome unas señas incomprensibles. Cuando llegué, me contó que se habían llevado detenido a varios periodistas y disidentes.
El sueño que tenía se me quitó de golpe. Ahí no paraban las malas noticias. Se estaban produciendo detenciones masivas en toda la isla. Al día siguiente, nos enteraríamos que a casi un centenar de personas las habían detenido y de forma minuciosa registrado sus domicilios.
Mi madre y yo esperábamos en cualquier momento nuestra detención. Andábamos con un cepillo de dientes y una cuchara. Hablé con mi esposa y de forma tétrica le dije que en cualquier momento podrían venir a buscarnos.
Estábamos con el corazón en un puño. Fueron días cargados de espanto. No entendía las razones del gobierno para encarcelar a un grupo de personas que se oponían de forma pacífica o escribían sin mandato.
Amigos periodistas como Raúl Rivero, Ricardo González, Jorge Olivera y Pablo Pacheco, por decreto estatal, dormían en celdas tapiadas de la policía política. Escuchábamos radio por la onda corta y la denuncia del mundo era espectacular. Castro, en su calculada estrategia, creía que con la guerra de Irak, iba a desviar la atención sobre el asunto. No fue así.
Con el paso de los días, se desató una poderosa ráfaga de ataques contra la oposición en los medios oficiales. Y comenzó el circo. Juicios sin garantías y una serie de topos infiltrados en la disidencia y el periodismo independiente salieron a la luz. Con horror recuerdo que había siete peticiones fiscales de penas de muertes.
Como “pruebas contundentes”, la Fiscalía presentaba máquinas de escribir, radios portátiles, libros, hojas blancas de papel… No se ocupó ni una sola arma de fuego o material explosivo. «Castro ha enloquecido», pensé. Una cosa era cierta: el golpe a la oposición había sido preparado con meticulosidad.
El Proyecto Varela, de Oswaldo Payá Sardiñas tenía a Fidel Castro más arriba de los cojones. Cualquier demócrata de paso por La Habana, le pedía al comandante único que cumpliera con las leyes de su propia Constitución, que autorizaba a realizar reformas de leyes cuando se habían recogido 10.000 firmas.
Y eso era lo que había hecho el movimiento de Payá, recoger más de 10 mil firmas. Incluso, el propio expresidente de Estados Unidos, Jimmy Carter, en un discurso en el aula magna de la Universidad de La Habana y ante el propio Castro, le había exigido cumplir los requerimientos constitucionales.
Esto acabó por exasperar a Castro, quien desde 1998 tenía encarcelados a 5 espías de una red de 12, desarticulada en Estados Unidos. Y ninguna maniobra jurídica había hecho posible la condonación de la sanción. Y decidió jugar fuerte.
Hizo reformas a la carrera en la Constitución, para perpetuar su sistema político. Y lanzó la tenebrosa Ley 88, conocida como ‘ley mordaza’, que te podía llevar a prisión por más de 20 años, sólo por opinar, escribir o discrepar, bajo la acusación de estar al servicio de una potencia extranjera.
Las condiciones estaban creadas para desatar una batida contra la oposición. La guerra de Irak fue la cortina de humo que Castro decidió usar, para que se evaporara la noticia.
Ningún opositor o periodista estuvo seguro de su situación en los meses posteriores. Mi madre, mi hermana y mi sobrina partieron al exilio. Yo preferí ver crecer a mi hija. Verla dar sus primeros pasos y decir sus primeras palabras en el país donde ella nació y donde nacieron sus padres y sus abuelos. Eso nadie me lo iba a impedir. Incluso a riesgo de ir a prisión.
Ocho años después de aquella fatídica primavera, Fidel Castro, un poco recuperado, continúa escribiendo una letanía de reflexiones sobre acontecimientos en el planeta. Ahora atento a las revueltas en varios países árabes.
Su hermano Raúl, no ha hecho grandes cambios y ha continuado la misma política represiva contra los opositores. Los sigue descalificando y despreciando. De los 75 enjuiciados en 2003, quedaban dos en prisión.
En el aire de la República se mantiene flotando la intimidante Ley 88. Las cárceles en cualquier momento se pueden volver a llenar. Con nacionales o extranjeros, como el estadounidense Alan Gross, condenado a 15 años de privación de libertad.
A estas alturas, los Castro están decididos a perpetuarse en el poder hasta que les llegue la muerte.
Iván García
Foto: tuty240, Panoramio. Calzada de 10 de Octubre y Santa Catalina, en la barriada habanera de La Víbora.