El viejo siempre soñó con tener una familia unida. Lo consiguió. Después que enviudó, para evitar disputas por la casa, pasó la propiedad a nombre de sus tres hijos. El mayor ya se había casado. Los otros estaban en edad de casarse. La casa era grande. Había espacio para todos.
Antes de morir, les hizo prometer que, pasara lo que pasara, nada los separaría jamás. Luego, murió con la tranquilidad de los buenos.
Tras su fallecimiento, la familia creció y se multiplicó. La casa se dividió y se subdividió. Paredes, tabiques, escaleras y barbacoas delimitaron los territorios autónomos de las nuevas familias de los hijos. Todos con una misma libreta de racionamiento. Con un acuerdo tácito de no desglosar parte alguna de la casa, el patrimonio de todos.
La cohesión familiar enfrentó airosa las sucesivas bodas, concubinatos, nacimientos, divorcios y nuevos matrimonios.
Se fueron añadiendo baños, cocinas y entradas independientes. Los vecinos bautizaron la casa como La Conejera.
La armonía familiar se mantenía en un precario equilibrio, sólo turbado por ocasionales peleas infantiles, borracheras, desacuerdos pasajeros y algún altercado doméstico.
A veces las discusiones podían llegar a alcanzar la categoría de acalorados escándalos. Pero siempre todo se resolvía en familia.
La paz duró en La Conejera hasta que aparecieron las ollas arroceras. Llegaron al oscurecer, custodiadas por la policía, el delegado del poder popular, varios militantes del partido comunista y los trabajadores sociales.
Terminaron de repartirlas a medianoche. Era una actividad priorizada de ‘la batalla de ideas’. Además, no había en la barriada un sitio seguro donde guardarlas hasta la siguiente mañana. Ni siquiera la unidad policial parecía confiable.
Correspondía una olla arrocera eléctrica Liya por núcleo familiar. El jefe de cada núcleo, o sea, el primer nombre en la lista de consumidores de la libreta, recibió, previa presentación de la cartilla de abastecimientos y el carnet de identidad, una olla por el costo de 145 pesos. A pagar en el plazo de un mes.
Fue entonces que estalló la guerra en La Conejera. Ni el Rey Salomón la hubiera podido evitar. Ni su sabiduría podría decidir cuál de las tres familias se quedaría con la olla.
Como convocadas por el demonio, afloraron de un golpe todas las contradicciones acalladas durante años. El mayor de los hermanos, el jefe de núcleo según la libreta, defendió con vehemencia su derecho a la olla. Los otros protestaron. Cómo la iba a coger él, que era el de mejor situación económica, dijeron los desfavorecidos. Ellos tenían menos posibilidades.
Por eso mismo, dijo el primogénito, ellos no tenían dinero para pagarla. Lo pedimos prestado, le contestaron, eso no es asunto tuyo. La necesitamos porque tenemos niños pequeños.
A mí no me importa, respondió acalorado, ¡jódanse! Hubieran estudiado como hice yo. La revolución les dio la oportunidad de superarse, si no la aprovecharon, ahora cáguense en su madre. Necesito la olla y punto. Ya bastante tengo con tener que soportar a sus chiquillos malcriados, sus perros cagones y la chusmería de sus mujeres.
¡Chusma, pero no puta como la tuya, que te pega los tarros, gordo maricón!, aulló su cuñada antes de recibir el primer puñetazo de la noche. El segundo lo lanzó su marido. Directo al mentón de su hermano.
Cuando llegaron los policías, tonfas en mano y confiscando machetes y cuchillos de cocina, los cristales de las ventanas estaban pulverizados. Ladrillos, restos de sillas, palos y botellas rotas cubrían el portal y la acera. Los llantos, gritos, ladridos de perros e improperios contra las madres ausentes y presentes, incluidos Dios y Fidel, auguraban el fin de los tiempos.
Con los espejuelos rotos, el hermano menor, siempre sentimental, lloraba desconsolado e imploraba tranquilidad. ¡Está bueno ya, caballeros, háganlo por la memoria de los viejos!
¡Cállate, anda, por eso siempre estás como estás! -gritaba su esposa, aferrada a la puerta del carro patrullero.
Regresaron de la unidad de policía a media mañana. Algunos vendados. Todos multados por escándalo público. Entonces, llegaron a un acuerdo. Como siempre, todo se resolvió en familia.
El menor de los hermanos, siempre juicioso, halló la solución. Vendieron la olla arrocera. En 20 pesos convertibles o 480 pesos, no estoy seguro. Al comprador le pareció buen precio.
Con ese dinero, iniciaron los trámites para oficializar ante la Dirección de Viviendas la división de la casa. Sólo así, cada familia podrá tener su libreta de abastecimientos.
Todos sienten pena cuando piensan en los difuntos viejos, ¡los pobres!, pero hay que ser prácticos y dejarse de sentimentalismos. Dicen que el trámite para dividir una casa es largo, engorroso y con mucho papeleo. Esperan terminarlo, si Dios quiere, antes que lleguen las ollas de presión.
Un cuento de Luis Cino, 2005
Nota.- Sobre las ollas arroceras que formaron parte de la Revolución Energética iniciada por Fidel Castro hace seis años, se sugiere leer también «De ollitas de grillos a ollitas salvadoras«; «Estos ‘sabios’ cubanos» y «Devuelvánme mi Westinghouse«.