Cada vez que paso por la peña deportiva del Parque Central, justo en el corazón de La Habana, me parece escuchar a Orlando Zapata Tamayo discutiendo sobre temas beisboleros.
El béisbol fue más que una pasión para él. Un estilo de vida. El disidente -encarcelado a tres años en 2003 por el delito de desacato, que luego, por su actitud rebelde dentro de la prisión se extendió a 32 años- fue un cubano en estado puro.
Me quedo con el tipo sencillo de Banes, que como miles de compatriotas nacidos en las regiones orientales de la isla, huyen del ‘obstine’ (frustración) y la miseria en sus pueblos y tratan de buscar una mejor suerte en la capital.
Zapata fue uno de ésos. En La Habana trabajó de ayudante de albañil, en la construcción del hotel Parque Central, donde ahora mismo redacto esta nota. Sus inquietudes políticas eran idénticas a las de esa mayoría silenciosa de cubanos, choferes de viejos autos de alquiler, vendedores frituras o bicitaxistas que pedalean doce horas al día.
Durante varios años, Orlando fue un disidente anónimo. Se pudiera investigar cómo fue el inicio de su transición política personal y cuándo de manera abierta y pública, empezó a desear un manojo de libertades para todos los ciudadanos.
Zapata era similar al vecino del balcón del frente que critica el estado de cosas en el país. Al hombre desesperado de la calle que no ve la forma, pues constitucionalmente no existe, de encausar a Cuba por el sendero de la democracia.
Como Zapata hay muchos en la isla. O en El Cairo. Perfectamente este mulato, que murió a los 42 años, pudo estar gritando consignas en la Plaza de la Liberación. O ser Mohammed Bouazizi, el joven de 26 años, que se prendió fuego en una ciudad tunecina alejada de los folletos turísticos.
A la memoria me viene la charla que una noche fría de febrero de 2010 tuve con uno de sus compañeros del Movimiento Alternativa Republicana. Me describía aquellos días, donde inconformes con las leyes arbitrarias de un gobierno que había encarcelado a 75 opositores en marzo de 2003, salieron del Estadio Latinoamericano, y sin un líder que los arengara, desde la peña deportiva del Parque Central marcharon por diferentes calles, protestando por las detenciones.
Y recuerdo, cómo no, a una opositora de corta y clava, que ha sufrido prisiones y esconde sus emociones como nadie, llorar en silencio en la sala de su casa al recordar a aquel joven, callado, casi invisible, que estuvo junto a ella en un ayuno días antes de la razia del 2003.
No puedo olvidar a esa gigante que es Reina Luisa Tamayo, su madre, quien ya no podrá ver a Orlando, con su jolongo a cuesta, venir por el callejón del barrio pobre y apartado de Banes donde reside.
A un año de su muerte, el mensaje de Zapata Tamayo tiene vigencia. Fue precisamente su deceso el que provocó una serie de marchas sonadas por las calles habaneras de las Damas de Blanco al grito de ‘Zapata vive’.
La repercusión y repulsa mundial por su fallecimiento, obligó al gobierno del general Raúl Castro a negociar una salida con la iglesia católica. Si hoy la mayoría de los disidentes de la primavera negra pueden caminar libremente por las calles de España, Chile, Estados Unidos o Cuba, es gracias a esa arma de presión que fue el deceso de Zapata.
Una muerte que se pudo impedir. Por soberbia, el régimen no la detuvo. Nada ganó. Una máxima que debe tener presente cualquier estadista, es que jamás debiera usar las fuerzas implacables del poder contra un individuo, sano o moribundo.
No es cuestión de ideología. Es un asunto de humanidad. El gobierno cubano ganaría credibilidad si a un año de la muerte de Zapata pidiera una disculpa pública. Por respeto y por decencia, se la deben a su madre, tan indignamente hostigada.
Reina Luisa no volverá a recuperar a su hijo. Pero podría ser el inicio del diálogo ineludible que Cuba requiere. Los Castro debieran utilizar la clemencia como escudo. Sería una manera de expiar sus culpas. Y créanme, lo necesitan.
Iván García