Desde La Habana

Un recluso cuenta su historia

No se sabe a ciencia cierta el número de cubanos que han pasado por las prisiones durante todos estos años de una revolución que se hizo para «el bien de todos.» Muchas historias desgarrantes están aún por contarse.

Para Alberto Díaz (llamémosle así) su estancia en la cárcel fue un verdadero tormento. Un calvario que el jamás podrá olvidar. Con 33 años y a pesar de su aspecto impecable, parece un muerto en vida. Eso se lo debe a los catorce años que pasó tras las rejas.

Alberto Díaz nació en el seno de una familia acomodada, de origen catalán, que con la llegada de Fidel Castro y su legión de barbudos al poder perdió las propiedades que poseían: tres edificios de apartamentos que alquilaban, dos farmacias, tres fincas y cientos de cabezas de ganado vacuno.

De la ola de nacionalización sólo se salvó una mansión en el Reparto Sevillano, en el habanero municipio de 10 de Octubre y una casa veraniega en la playa de Guanabo, a 23 kilómetros del centro de la capital. En 1963 su familia partió hacia Estados Unidos por Boca de Camarioca, Matanzas.

Iban al duro exilio, a Miami, la capital de la diáspora cubana. En La Habana quedaría la madre de Alberto, recién casada con un jóven capitán del Ejército Rebelde. Enamorada, prefirió quedarse en Cuba. Alberto nació poco después y creció sin padecer muchas dificultades. En 1975 perdió a su padre en la operación Carlota, la que dió inicio a 15 años de intervención cubana en Angola.

El reencuentro con los familiares que se habían marchado en 1963 se produjo en 1979. Ellos pisaron de nuevo el suelo patrio gracias a la autorización del gobierno de la Isla para que retornara la comunidad cubana residente en el exterior. Sus tíos y sus abuelos le rogaron que se marchara. No atendió a sus súplicas. Todavía creía en la revolución socialista y tropical.

Pero a Alberto siempre le gustó vestir bien, ponerse ropa de marcas famosas, tomar vino de calidad y sentarse a la mesa ante un menú de primera. Gustos que en «la revolución de los humildes» se fueron convirtiendo en un pecado mortal.

Por eso y porque no le gustaba participar en trabajos voluntarios ni en actos políticos, no era bien visto en el centro universitario donde estudiaba. Nunca quiso pertenecer a la Juventud Comunista. Su apática actitud ante las tareas revolucionarias motivó que más de un informe «anónimo» fuera elevado a la Seguridad del Estado, sugiriéndole que no perdiera de vista la «conducta impropia» de Alberto Díaz, ni sus manifestaciones de «diversionismo ideológico.»

La vida que le gustaba llevar a Alberto estaba en contradicción con la política de pobreza equitativa practicada por el gobierno. Además, se había habituado a tener dólares, algo considerado ilegal en la Cuba de los 80. Todo ocurrió rápidamente. Un registro realizado en su casa por la policía descubrió 680 dólares ocultos debajo del colchón. El hallazgo dió al traste con la buena estrella que hata entonces había acompañado a Alberto desde su nacimiento.

Fue condenado a 4 años de privación de libertad, por tenencia ilegal de divisas y posesión de objetos capitalistas de dudosa procedencia. De nada valieron los argumentos del abogado defensor, ni haber sido hijo de un mártir de la guerra de Angola. La sentencia fué irrevocable. Según el fiscal, Alberto, además «mantenía una conducta inadecuada en el seno de una sociedad trabajadora y socialista».

El tenebroso Combinado del Este, en las afueras de La Habana, no lo recibió con los brazos abiertos, sino con las celdas abarrotadas. Mas de 10 mil reclusos guardaban prisión en esa época. Uno de los edificios del ala norte sería su «residencia» durante cuatro años.

Desde el primer día se propuso tener una buena conducta para salir lo antes posible. Su «reeducador» (así llaman en Cuba a los guardias que cuidan a los presos) le había dicho que si era disciplinado podría salir a mitad de condena o pasar a trabajar a un «frente abierto,» donde las condiciones suelen ser menos rigurosas. Pero una cárcel no es un hotel, y menos en Cuba.

Las condiciones higiénicas, sanitarias y alimentarias eran y son pésimas. Alberto recuerda que a diario cerca de una veintena de reclusos eran mutilados o morían como consecuencia de riñas y ajustes de cuentas. El pánico se apoderó de el. Apenas hablaba con nadie, pero la mala suerte se ensañó con él.

El jefe de la compañía a la que pertenecía le propuso tener relaciones sexuales. Este jefe también era un preso y de nada le valieron sus explicaciones de que no era homosexual. Una noche que él quisiera olvidar, pero que no logra borrar de su mente, fue violado por el jefe de la compañía y otros cuatro reclusos, por espacio de dos semanas.

Alberto salía de su litera solamente a comer. Pensaba que, en lo adelante todos empezarían a desearlo como objeto sexual.

Un viejo recluso que cumplía 30 años por asesinato le facilitó un punzón y le dijo: «Vendrán por ti una y otra vez, defiéndete, aparta tu miedo, tu eres un hombre». Con ocho punzonasos mató al recluso que dirigía la compañía y que lo había violado junto con cuatro presos más.

El desquite tuvo su precio, fue a parar a la «pizzería,» como son conocidas las dantescas celdas de castigo del Combinado del Este. Encima le echaron 10 años más de encarcelamiento. En cuanto pudo le hizo llegar a su madre una carta diciéndole que se olvidara de que él existía.

Pensó que jamás saldría de ese infierno, pero salió, en 1995. Ese año respiró un aire distinto después de 14 años de prisión, hambre, frío, calor, golpizas, enfermedades. Ya en la calle se dio cuenta de cuanto había cambiado su vida.

Lo peor es que no sabe que hacer con su existencia. Continuamente se siente inseguro. La intranquilidad puede más que el raciocinio. El miedo le sigue acompoñando. Debe marcharse del país y tener que empezar de nuevo. No ha podido encontrar trabajo acorde a su preparación. Llegó hasta tercer año de ingienería industrial. «Un recluso es un signo de menos para la sociedad. Nadie nos quiere.»

Alberto goza de buena salud, pero se siente muerto. Sueña a diario con su enterramiento. Su madre quiere llevarlo al psiquiatra, pero él se niega. Los mimos de su progenitora le parecen huecos. No tiene ningún objetivo, el rencor le carcome los sentimientos. Culpa a muchos de su desgracia, mas en el fondo sabe que él ha sido culpable, porque no se quiso marchar cuando su familia se lo pidió.

Ahora lo que lo calma es caminar, kilómetros y kilómetros. «Es que en la prisión apenas se camina.» De momento, es su paz interior. Su única libertad es caminar sin ningún objetivo fijo.

Iván García

Cubafreepress, 25 de febrero de 1998.

Salir de la versión móvil