De esa forma, José Antonio, 35 años, supo que un ballet de Estados Unidos visitaría Cuba. O que el trompetista Wynton Marsalis calentó la pista en los recitales ofrecidos en La Habana.
De plantilla, en Partagás, la famosa fábrica de puros, justo a un costado del Capitolio Nacional, lo primero que lee el lector de tabaquería son las reflexiones de Fidel Castro. Luego la últimas noticias.
Los tabaqueros cubanos tienen un sólida cultura de prólogo. Ahora, imitando a los lectores de tabaquería, Castro le ha cogido el gusto a condensar trechos de libros publicados en el mundo y que a él le han llamado la atención. Entonces decide dárselo a la gente por cucharadas, como si fuese una papilla.
No está mal saber del Club Bilderberg, las teorías del escritor Daniel Estulin, la biografía de Colin Powell o Alan Greenspan, los escritos de Barack Obama y Bob Woodward o lo publicado por Ignacio Ramonet. Es sano que Castro desee ampliar los conocimientos políticos de la población.
Pero, joder, es más fácil publicar y vender esos libros, diarios y revistas, y no que ‘el compañero Fidel’ nos dé la primicia y asuma que a todos podría interesarnos.
Propongo al gobierno cubano hablar con Pedro J. Ramírez, a ver si le permite vender la edición impresa del diario El Mundo en moneda nacional. Quizás también El Clarín de Argentina o El Mercurio de Chile.
Ardo en deseos de poder comprar algo más que los aburridos periódicos Granma y Juventud Rebelde. Quisiera que junto a la revista Bohemia se venda Newsweek y Time en español y la Veja de Brasil.
Como todavía el famoso cable submarino conectado con Venezuela no funciona y nos impide tener una conexión a internet satisfactoria y con acceso a todos, el régimen podría optar por vender la prensa mundial en los estanquillos de la isla.
Tengo mis manías. Me gusta leer leer completo un libro o cualquier otro texto. No una versión en boca de otro. Ni aunque se llame Fidel Castro. Últimamente reconvertido en lector de tabaquería.
Iván García