El motor del ómnibus sufre para subir una cuesta empinada de Tijuana hacia una urbanización moderna, a tiro de piedra de la frontera con San Diego.
Son casas que tienen el sello clásico de la arquitectura estadounidense. Demasiado pladúr, poco ladrillo. El barrio es un calco de cualquier ciudad estadounidense.
Sus moradores son de clase media alta. Al final del barrio, en una vivienda de fachada ordinaria, residió uno de los capos de la familia Arellano Félix, un entramado gansteril que introducía drogas hacia Estados Unidos por pasadizos subterráneos.
La fachada es una muestra del miedo. Según me cuenta un periodista mexicano, por informes de la DEA, se conocía que el capo estaba solo con su hija y su esposa.
El gánster no ofreció resistencia en su captura. Pero las fuerzas policiales mexicansa se gastaron decenas de cargadores de bala intentando dar un golpe sobre la mesa, demostrar su poder de fuego y, de paso, ahuyentar el miedo.
Es el sello típico de Tijuana. Sus moradores se han acostumbrado, como si fuese una mochila, a cargar con el miedo a cuestas. Aquí se puede hablar de todo. O de casi todo.
La policía de la ciudad, amable, pone a disposición de un grupo de periodistas latinoamericanos una patrulla para escoltarnos por el recorrido a un barrio de tolerancia.
Son diez cuadras de clubes mugrientos y oscuros, putas de mirada tristes y pupilas dilatadas bajo el efecto de una droga demoledora llamada Crystal.
El gramo cuesta poco menos de 4 dólares. A falta de trabajo y futuro, los más pobres de Tijuana la consumen en cantidades industriales. La adicción luego los rompe como ser humano.
Los más adictos ya no tienen nada. Han vendido todo lo que se puede vender. Sus propiedades y sus cuerpos, si alguien se los compra. Recalan extasiados en un canal de desagüe de aguas putrefactas que atraviesa Tijuana.
Algunos comen sobras de restaurantes y cafés o se llegan a los basureros en busca de ropa. Mendigar de noche no siempre es un buen negocio. La calle se vuelve un infierno. Aquí la vida no vale mucho. Los tijuaneros lo saben. Por eso no responden preguntas incómodas sobre el negocio de las drogas.
La gente mira hacia otro lado. A la morgue de Tijuana cada noche, por lo menos, llegan dos personas sin vida que fueron tiroteadas sin causas aparentes. La policía intenta hacer su trabajo.
Con un dejo de orgullo, un delegado municipal de Tijuana agitaba las estadísticas que muestran que el crimen cede en la ciudad. “No es bueno para el turismo tanta violencia y balaceras”.
Los turistas que se atreven a llegar a Tijuana desde San Diego lo hacen por un paso que recuerda aquella etapa tensa del Muro de Berlín. Tijuana, al igual que gran parte de la frontera mexicana, tiene una tapia que divide el primer mundo del tercero.
Cuando usted camina alrededor del muro verá cientos de pintadas y cruces . Hay una parte del muro, en un callejón sin asfaltar en una ladera de un barrio pobre, donde se divisa el otro lado: el sueño al que aspiran miles de mexicanos.
En apariencia no hay demasiada vigilancia. “Todos son medios electrónicos. Y luego caminar muchos kilómetros en pleno desierto”, señala Vicente Calderón, periodista de Tijuana.
Nadie sabe el número de muertos que yacen bajo la arena ventisca del desierto que rodea a California. Al igual que en el Estrecho de la Florida -uno de los mayores camposantos marinos del mundo, donde reposan insepulto miles de balseros cubanos-, la frontera de México y Estados Unidos tiene una historia triste que contar.
En una zona de calles abigarradas y con baches, al fondo del aeropuerto de Tijuana, en una edificación a medio construir, se observa la entrada de un túnel subterráneo que introducía drogas hacia Estados Unidos.
Era un pasadizo de 400 metros, que según un periodista local, pudo costar alrededor de un millón de dólares. “Por cada túnel que descubren las fuerzas policiales se presume existan tres más. Estos pasadizos son rentables. Con un par de envíos se recupera la inversión”, cuenta el reportero.
Pero volvamos al barrio de tolerancia. En el club Hong Kong, uno de los más exitosos, varias chicas desnudas se revuelcan en una pista enjabonada. Un grupo de turistas chinos tiran desaforados billetes de 5 dólares a las jóvenes.
“Son habituales. Mientras el turista americano disminuye, aumenta el chino. No se andan con chiquitas a la hora de gastar en vicios”, señala un policía de Tijuana que acompaña a los periodistas.
Un trabajador del bayú mira nervioso a todos lados cuando le pregunto si hay chicas cubanas. “Sí, a veces caen algunas”. A mi insistencia de que me llame a una de ellas, responde secándose el sudor con un pañuelo blanco a pesar del clima refrigerado y me dice: “Pues es que tienen novios, señor”, y se marcha.
Un amigo mexicano aporta más detalles. «En Las Vegas un refrán dice que lo que pasa en Las Vegas, se queda en Las Vegas. Pero en Tijuana solemos decir, lo que se sabe en Tijuana, no se pregunta en Tijuana”.
Al caer la noche, el ómnibus nos conduce de vuelta al punto de control fronterizo para regresar a San Diego. El grupo de periodistas latinoamericanos respira hondo. El miedo ha quedado atrás.
Iván García
Foto del autor: Cerca que divide a San Diego de Tijuana.
Cuaderno de viaje (II)