En esas noches calientes de La Habana, cuando sin avisar aterriza la nostalgia, ese ladrón silencioso que nos roba fuerza, por mi ventana se cuela el poeta Raúl Rivero y me ofrece un taller exprés sobre las últimas novedades del periodismo moderno.
Aún la pedagogía no acepta las cátedras periodísticas por telepatía. Pero les confieso que he crecido como reportero repasando las lecciones del poeta de Morón, Ciego de Ávila.
Lo conocí un día antes de la navidades de 1995. En La Habana había un frío inusual. El sol no asomaba y la grisura resaltaba las calles agujereadas y el hollín.
Raúl vivía con su esposa Blanca Reyes en un edificio de apartamentos rodeado de solares y casas bajas con puntales altos en el barrio de La Victoria, justo en el corazón de la capital.
Un distrito complicado. Antaño zona de placer y bayúes y después de la revolución verde olivo cuna del jineterismo, drogas y fullerías del deformado hombre nuevo que intentó moldear Fidel Castro.
En La Victoria se reinventa un español entrecortado de jergas con aire del lunfardo bonaerense. Al pie de la escalera del edificio donde residía Rivero te podían proponer jabón de lavar y detergente robado la noche anterior en los almacenes de Sabatés, o una pierna de jamón casera.
En aquel timbiriche ambulante, entre comadres que chismeaban de novelas y maridos, residía el mejor poeta vivo de Cuba. Yo acaba de cumplir 30 años y el periodismo no me era ajeno.
Cuando era un chamaco, mi madre -desde 2003 viviendo en Suiza como refugiada política-, cargaba conmigo por todo el país, mientras preparaba reportajes para la revista Bohemia o programas Puntos de Vista en la televisión nacional.
Una periodista amiga de mi madre nos dijo: “El gordo Rivero está organizando una agencia de prensa independiente. Lléguense por allá”. El 23 de septiembre de 1995 el poeta fundaba Cuba Press.
El día que fui a verle, Rivero me recibió en short y sin camisa, fumando un cigarrillo tras otro. Abstraído escuchó mi propuesta y me espetó lacónicamente: “Escribe algo, luego veremos”.
Cuba Press era pura abstracción periodística, pero tenía una marcada intención de contar historias de otra manera. Sería muy pretencioso llamar agencia de prensa a una especie de oficina donde la redacción era la sala de la casa de Blanca y Raúl.
No había computadoras ni teletipos. Solo un teléfono fijo y una máquina de escribir Olivetti Lettera. Eran tiempos donde los textos periodísticos se leían por teléfono e internet sonaba a fábula.
Cuba Press fue una fábrica de periodistas, en particular para los que soñábamos con ejercer el mejor -y más riesgoso en el caso de los países autocráticos- oficio del mundo.
Junto a reporteros desencantados del periodismo estatal, como el propio Rivero, Ana Luisa López Baeza, Iria González Rodiles, Tania Quintero Antúnez, José Rivero García y Ricardo González Alfonso, me formé como periodista libre.
Luego llegó la Primavera Negra, en marzo de 2003. Y por orden expresa de Fidel Castro, 75 disidentes pacíficos fueron a prisión. Raúl Rivero fue uno de ellos. En 1999, cuando el régimen cubano aprobó una ley mordaza que duramente restringía la libertad de expresión y condenaba con hasta 20 años de cárcel a quien la violara, escribió una pieza antológica, Monólogo del culpable:
«Nadie, ninguna ley podrá hacerme asumir una mentalidad de gánster o de delincuente porque reporte el arresto de un opositor o dé a conocer los precios de los productos básicos de alimentación en Cuba, o redacte una nota donde diga que me parece un desastre que más de 20 mil cubanos se vayan cada año al exilio, a Estados Unidos, y otros centenares estén tratando de quedarse en cualquier parte. Nadie me hace sentir como un criminal, un agente enemigo ni como un apátrida ni como ninguna de esas necedades que el Gobierno usa para degradar y humillar. Soy sólo un hombre que escribe. Y escribe en el país donde nació, y donde nacieron sus bisabuelos».
Su encarcelamiento provocó una sonada repulsa internacional. El 1 de abril de de 2005 viajó a Madrid con su madre y su esposa como desterrado político del régimen de Castro. Otro más.
Ahora Raúl publica dos notas semanales en el diario El Mundo y cuentan los amigos que duerme con Cuba debajo de su almohada.
Por acá, de este lado del malecón, cuando Luis Cino, Jorge Olivera y Víctor Manuel Domínguez nos reunimos, recordamos anécdotas de Rivero (con ellas se podría editar un libro). O aquellos talleres de prensa que impartía, balaceándose en un viejo sillón. Y a cada rato repasamos su poesía y diseccionamos sus notas periodísticas.
Algunas son auténticas clases magistrales para los profesionales de la palabra. Lean la entrada de esta crónica tras la muerte del Gabo:
“A mí la muerte que me duele es la de Gabriel García, aquel viejo reportero de Aracataca que se dejó el bigote para parecerse al cantante Bienvenido Granda. Un hombre que le gustaba soñar y escribir novelas, agudo y generoso, que descubría la belleza cada vez que miraba por primera vez a una mujer, trataba de usted a las palabras y al que la vida le dio toda la gloria literaria del mundo -hasta un Premio Nobel-, pero lo dejó morir sin permitirle escribir la letra de un bolero».
O más recientemente, cuando en Ningún figurón va a Cuba dice: «Ninguno de los famosos personajes mediáticos ha ido a Cuba. Esa zona del Caribe a donde fueron y a donde irán otros a dejarse fotografiar no es un país. Es una realidad impuesta por el grupo de poder que reclama los dineros de inversionistas extranjeros para dejar a sus herederos en Palacio al mando de aquella entelequia».
El 23 de noviembre Raúl Rivero cumple 70 años. Sus amigos vamos a brindar con un trago de ron. Mientras, en un viejo tocadiscos escucharemos Lluvia gris, la versión en español de Stormy Weather que en 1945 lanzó a la fama a Olga Guillot.
Iván García
Foto: Raúl Rivero en su casa de La Habana.