Luego de ocho horas laborando en la sala de rehabilitación de un policlínico al oeste de La Habana, Laritza, terapeuta, 39 años, camina casi dos kilómetros hasta su casa. Cuando llega, la madre está sazonando los frijoles negros de la comida. Mientras acomoda las cremas y un par de toallas dentro de un bolso negro gastado que usa para dar masajes a domicilio, le dice al hijo que “por Dios, baja un poco esa música”. Pero el muchacho no se da por enterado.
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Una noche sí, y otra también, aprovechando la brisa marina que llega desde la costa, al filo de la madrugada, Irene y Samuel se sientan en el balcón de su apartamento en el reparto Alamar, un distrito de edificios homogéneos
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