En una vieja parroquia al sur de La Habana, un monaguillo prepara el altar antes de la misa dominical. Unos pocos fieles se sientan en los amplios bancos de madera y esperan en silencio la ceremonia. Una banda de gorriones grises rompe el mutismo con su trino inalterable. A lo lejos se escucha un piano desafinado y un coro juvenil ensaya antes de comenzar la misa. Es un domingo cualquiera del falso otoño cubano. El presbítero del templo, culto y conversador, viste una sotana negra impecable que desentona con sus desgastados zapatos. Lleva 27 años de labor sacerdotal en La ...
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