Ocho meses estuvo Ana Gálvez, 72 años, recogiendo boniatos, yucas y calabazas en una empresa agropecuaria estatal en las afueras de La Habana antes de poder marcharse a Estados Unidos en 1971. “Nos trataban como si fuéramos reclusos o esclavos. La comida daba asco. Teníamos que trabajar doce y trece horas diarias. Entonces, era la única forma de que la dictadura te firmará la carta de libertad”, recordaba Gálvez, con lágrimas en los ojos, sentada en el lobby de un hotel en Miami, a tiro de piedra del aeropuerto internacional. En la Florida, llegó a ser ejecutiva de una firma ...
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