Laureano, 71 años, pasa de los impuestos. Es un transgresor. Desde hace cinco décadas se dedica a afilar cuchillos y tijeras. Nunca ha pagado un centavo de gravamen. Ni lo piensa pagar.
“Mi padre tenía un pequeño taller de amolar y reparar tijeras, cuchillos y machetes. Fidel Castro lo confiscó en 1968 durante su ofensiva revolucionaria contra lo pequeños chinchales. Nos dieron 400 pesos y cerraron el local. Lo único que salvamos fueron los dos amoladores utilizados cuando mi padre y yo salíamos por los barrios habaneros”, recuerda Laureano.
Tras la muerte de su padre, ha mantenido vivo uno de los más tradicionales oficios cubanos. Con paso cansino, por sus años, el calor y las descentradas ruedas de su máquina que se resiste a rodar, cada 100 metros entona una melodía en su añejo caramillo (pequeña flauta de sonido agudo). Cuando la escuchan, las amas de casa se asoman a la puerta y le llevan las tijeras o cuchillos que hayan perdido filo.
Ya es un vecino más. La gente le pregunta por las dolencias de su mujer y cómo están sus nietos. Le brindan café y, si tienen, un tentempié. “Todos me quieren. Y yo en reciprocidad, a veces ni les cobro”. Su pelea es contra los impuestos.
“Evado el fisco porque me considero estafado. No puedo olvidar la miseria de dinero que nos dio el Estado por nuestro pequeño taller. No pago impuestos hasta que no me paguen lo que costaba el chinchal. Según un nieto mío, que hoy es economista, el taller valía 5 mil pesos entonces. Por eso ahora no pago un centavo”, acota Laureano.
Inspectores estatales encargados de aplicar los severos impuestos lo dejan hacer. Es un caso perdido. Un pobre viejo rebelde y tozudo. Cuando se siente acosado por los fiscales tributarios, desenvaina un machetín recortado que porta en la cadera izquierda y se planta en sus trece.
Laureano es una antigualla. Pero imprescindible en los hogares.
“La plata que gano es simbólica: 300 a 350 pesos al mes (12 a 14 dólares). Me da para pagar la luz y comprar arroz. Muchas veces he dejado el carretón tirado en el cuarto de desahogo, y digo, ‘ahora sí voy a colgar los guantes’. Hasta que alguien viene a la casa para que le afile un cuchillo. Esta es mi rutina. No sé hacer otra cosa. Ni quiero”, dice el viejo amolador.
Y se aleja por la calle, entonando con su caramillo el peculiar sonido que cuando las amas de casa lo escuchan, dejan lo que están haciendo y salen presurosas con tijeras y cuchillos, para que Laureano se los afile.
Iván García
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