Desde La Habana

Por una camiseta de Messi

Fue a la salida de la discoteca. Era una noche cerrada. Pasada las 3 de la madrugada, en una cuadra sin iluminación, lo golpearon por la cabeza con un bate de beisbol. Fue lo último que vio.

Yasser Bedia, 19 años, despertó en una sala de terapia intermedia. Contusiones de cierta gravedad en el cráneo y 43 puntos de suturas. La banda de rateros lo despojó de un jeans Levi’s azul claro, unas gafas plásticas retro, su móvil Motorola, una billetera con 9 pesos cubanos convertibles (8 dólares) y 75 pesos cubanos (4 dólares) y una camiseta con franjas rojas y azules del astro argentino del Barcelona, Lionel Messi.

“Doy gracias a Dios que no me lo mataron”, dice su madre, que no comprende cómo se puede poner en peligro la vida de una persona por tan poco.

Casos de violencia exagerada como los de Yasser no son hechos aislados en la capital cubana. Todavía La Habana no es tan violenta como Río de Janeiro o Caracas, pero va en camino.

Grupos de delincuentes juveniles pululan por las calles en altas horas de la noche. Su misión es simple: robar o asaltar a personas que lleven una prenda de valor. O simplemente que les guste una camiseta de una estrella de fútbol o un Iphone.

Hagamos una radiografía de este tipo de rateros. Andan en bandas de 5 a 10 jóvenes. La edad promedio no sobrepasa los 18 años. Van armados con cuchillos, navajas, punzones o tijeras bien afiladas. A veces con pistolas. En su mayoría son de raza negra.

Ahora les presento a un joven que cumplió 5 años de prisión por asalto a mano armada. Llamémosle Yoandri.  En una gresca (riña) en la cárcel perdió un ojo. Tiene un feo y largo tajo de arma blanca en su rastro. Aparenta ser un adulto maduro. Pero sólo tiene 21 años.

“Siempre viví de robar y asaltar. Soy huérfano de padre y mi madre es una alcohólica y loca de atar. Me crió una abuela en el barrio de Belén. Allí comencé arrebatando cadenas de oro. Nos montábamos en una moto y cuando veíamos a una persona con una buena prenda, le tomábamos la cadena y con la moto en marcha lo arrastrábamos por toda el asfalto, hasta que la prenda se partiera”, relata Yoandri.

Ya perdió la cuenta de las prendas que arrebató. “Fueron muchas, también a la salida de las discotecas. A muchachas o jóvenes bien vestidos y con buenos celulares, pistola en mano lo dejábamos desnudos. Si la hembra estaba buena, a veces nos las templábamos entre todos”, narra el joven sin aspavientos.

Lo pillaron una tarde de junio del 2004. De vuelta a la calle, Yoandri no ve su futuro claro. “Trabajo fregando guaguas (ómnibus) en un paradero, mi salario es una mierda, trato de no volver al talego (cárcel), pero la situación está que arde y yo quiero vestir a la moda y tener divisas en el bolsillo. El diablo me está empujando a delinquir”, confiesa sentado en un bar de mala muerte mientras se empina de un golpe un doble de ron fuerte y barato.

Jóvenes como Yoandri no intentan cambiar su destino. Se van por la vía más fácil. Delinquir. Familias disfuncionales y hogares que son infiernos pequeños es el denominador común de estos chicos.
Salen a la calle a buscar lo que no pueden tener. A ratos, incluso, ocasionándole la muerte a sus víctimas. La cárcel para ellos es como su segunda casa. Cualquier cosa puede despertar su interés. Un buen reloj o un móvil. O una camiseta de Messi.

Iván García

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