Del cardenal Jaime Ortega, Arzobispo de La Habana, hay dos valoraciones diferentes en Cuba.
Si se le pregunta a los disidentes que firmaron una carta criticando el papel mediador de la iglesia católica en la liberación de los presos políticos, la figura de Ortega queda mal parada.
Pero si interroga a familiares de los arrestados durante la primavera negra de 2003, le dirán que tienen una alta estima por el papel desempeñado por el cardenal Ortega. Le han puesto velas en un altar. Para ellos es San Jaime.
Los resentimientos de una parte de la disidencia hacia el Arzobispo de La Habana no son nuevos. Consideran que en momentos difíciles le dio la espalda a la oposición en la isla. Y algunos de ellos sienten que han sido ninguneados.
Ese sentimiento no incluye a todos los clérigos. Se centra en el cardenal. Según se afirma, la solución negociada con las Damas de Blanco y la liberación de los 52 presos de conciencia no partió de Jaime Ortega. Fue el gobierno del general Raúl Castro el que pidió a la iglesia que sirviera de interlocutor.
Y en mi opinión, lo ha cumplido a cabalidad. Incluso Ortega fue más allá. Intercedió en el caso de Juan Juan Almeida García, hijo de uno de los históricos de la revolución, quien había decidido hacer una huelga de hambre porque no se le permitía viajar a Estados Unidos a recibir atención médica.
También el flemático Jaime Ortega ha hecho lo suyo para que en Banes se levante el cerco de provocaciones e injurias contra Reina Luisa Tamayo, la madre de Orlando Zapata, fallecido el 23 de febrero.
No se debe olvidar que tanto la iglesia como la disidencia han sido reprimidas y vistas con cara de perro durante buena parte de los 51 años que los gobernantes de verde olivo llevan en el poder.
Y si ahora la jerarquía eclesiástica ha sido reconocida por ese mismo gobierno, ha sido gracias a la constante y anónima labor pastoral y social de sus componentes a pie de calle. En los años más duros del período especial, infinidad de cubanos se refugiaron en el catolicismo.
Las puertas de los templos se abrieron para todos, en particular después de la visita del Papa en 1998. ¿Que la iglesia hubiese podido tener una labor más activa en los acuciantes problemas de Cuba? Es cierto. Pero no se puede juzgar a la ligera o demonizar a los curas.
El acoso de la policía política fue feroz. A gran parte de la ciudadanía se le educó en que la iglesia era el opio del pueblo. Muchos en la isla crecieron siendo unos descreídos por naturaleza. Se perdió la fe.
Cuando la soga apretaba el cuello, se recordaba a Dios. No se le puede pedir peras al olmo. Si una gran parte de la población dijo adiós a los templos en una época, es lógico que la iglesia católica quedara desvalida, con escaso poder de convocatoria y actor de poco peso para dialogar con las autoridades.
Hay quienes desearían que Jaime Ortega fuera un Wojtyla tropical. Pero Juan Pablo es irrepetible. La Habana no es Cracovia. Nuestra realidad es otra. La disidencia en la isla está lejos de tener una herramienta poderosa y aglutinadora como el sindicato Solidaridad, liderado por Lech Walesa.
Es lícito que un sector de la oposición difiera del rol jugado por Ortega en estas negociaciones. La respuesta del vocero de la iglesia fue desacertada: parecía más la de un miembro del partido comunista que la de una figura laica.
Mientras se mantenga el respeto, las discrepancias son sanas. Ojalá que de este diferendo oposición-iglesia surjan ideas razonables para el futuro de Cuba.
El cardenal Ortega pudiera parecer indeciso y cobarde para algunos. Pero en estos momentos, es la única persona que puede influir en las decisiones de los hermanos Castro. Es el que tenemos. No hay otro.
Iván García
Foto: José Goitía, El País