Reynaldo Arenas lo aprendió todo solo. Se leyó a los grandes escritores con desesperación, como si conociera la fecha de su muerte. Con los libros de Enrique Labrador Ruiz (1902-1991), para usar expresión habanera, «se despachó con el cucharón de El Bebo».
Arenas halló en las «novelas gaseiformes» y los «cuentos cubiches» del autor de El gallo en el espejo, un lenguaje único, un catauro de ironías y una visión escandalosa de la vida en los pueblos del interior de Cuba.
Dejó escrito que la de Labrador es «la obra de ingravidez insular, nuestra profundidad, quizás sin historia, pero auténtica; las novelas del flujo y del reflujo, del hombre sensible que tiene los pies en la tierra, y sabe que no cuenta más que con su propia angustia».
Los dos se tuvieron que ir a morir lejos. Desde un punto cualquiera de esa angustia un escritor me hace llegar este mensaje: «Mándame todo lo que encuentres de Reynaldo y de Labrador. Aquí hacen falta».
Raúl Rivero
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