Desde La Habana

Mendigos y dementes habaneros

En la Ciudad de La Habana, crecen por día los dementes callejeros, sucios y en harapos. También los mendigos que en cualquier portal tirado encima de algunos cartones, te suplican algunas monedas con su mirada perdida. Y en cualquier esquina, vendedores de maní, baratijas, cigarrillos sueltos o artículos de segunda mano.

Es casi una legión. Camina uno por los alrededores del Capitolio y el Parque Central, y observa a no pocas personas de la tercera edad, vestidas con ropas gastadas, pero limpia, pidiendo dinero en moneda dura a los pálidos turistas europeos, quienes fascinados, tiran fotos en ráfagas con sus cámaras digitales. Incluso se ven niños de 11 y 12 años pidiendo plata a los forasteros.

No muy lejos, un negro robusto pregona fotos para el álbum de los recuerdos de los viajeros. Las hace en blanco y negro, con una cámara fotográfica de cajón de principios del siglo xx. Cerca, un grupo de limosneros se turna para extender la mano y sin contemplaciones asediar a los extranjeros.

La tropa de mendigos no pulula sólo en áreas donde suelen pasear los despistados turistas. No. La escena es frecuente en cualquier avenida céntrica de La Habana. O en cafés y tiendas que venden exclusivamente por divisas.

Cuando en la primera quincena de enero, pasó por Cuba esa ola de frío bestial y que costó la vida por hambre e hipotermia a 26 pacientes internados en el hospital siquiátrico de la capital, los dementes y vendedores ambulantes desaparecieron como por arte de magia.

Fueron internados en decrépitos albergues donde se les garantizaba dos comidas frugales al día. Pero el sol calentó y volvieron a lo suyo. Intentar conseguir alguna calderilla o vender cigarrillos y baratijas de escasa utilidad.

Si de algo se enorgullecía la revolución de Fidel Castro, era que a partir de 1959, cuando el abogado de Birán se hizo de las riendas del poder, en las calles de la ciudad apenas se verían mendigos, tarados y pedigüeños.

Existían tipos lunáticos, brillantes y agradables, como el famoso Caballero de París, nacido en Galicia. Un loco extravagante, que componía poemas y en avenidas y esquinas céntricas de La Habana, daba encendidas disertaciones en un castellano del siglo 18.

Luego que cayera el Muro de Berlín y la URSS cerrara el grifo de petróleo y rublos a Castro, comenzó  a resurgir una gama de personajes turulatos y vagabundos desaliñados, que hurgaban en los contenedores de basura en busca de restos de comida, una pieza vieja de ropa o un objeto que se pudiera vender.

Es habitual ver una extensa legión de pordioseros errantes en cualquier ciudad de América Latina. Esas imágenes, que eran inéditas en Cuba, ahora forman parte del paisaje urbano. A raíz de los 26 fallecidos en el hospital siquiátrico, conocido como Mazorra, y el espeluznante terremoto de Haití que se llevó de un zarpazo a casi 100 mil humanos, la gente de a pie en la isla ha quedado conmocionada.

Cuenta Caridad Ruiz, 73 años, indigente sin techo que duerme sobre papeles de periódicos en la Calzada de 10 de Octubre, que en esos días gélidos, su alcancía (hucha) con la imagen desteñida de San Lázaro, se llenó de monedas.  “La gente fue más sensible, pude comer caliente y tomar ron para calentar las tripas”, dice la anciana, mientras sigue pidiendo limosna a todos los que caminan por los portales de la popular calzada.

Puede que en La Habana todavía el batallón de mendigos, enajenados y vendedores de maní, cigarrillos y periódicos, no sea tan numeroso como en Lima, Río de Janeiro o La Paz. Pero va en camino.

Iván García

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