Juan Juan Almeida, hijo de un peso pesado de la nomenclatura castrista, me contaba que luego de una noche de tragos con Guillermo García Frías, un campesino analfabeto que se enroló en la guerra de guerrillas liderada por Fidel Castro y obtuvo el grado de comandante, García le pidió acompañarlo hasta Santiago de Cuba para participar en un acto de celebración por el fracasado asalto del cuartel Moncada.
Fue en los años noventa, en pleno Período Especial. Guillermo García, un ministro sin cartera, está al frente de un negocio llamado Flora y Fauna, que exporta caballos de raza y cuenta con vallas de gallo, a pesar de que en el paí están prohibidos en los juegos de apuestas y el maltrato a los animales.
A lo que vamos. Almeida hijo me comentaba que Guillermo mandó a alistar un helicóptero y durante el viaje, mientras bebían whisky escocés, en determinado momento se habló de Oswaldo Payá y su Proyecto Varela. El ex guerrillero, recordaba Juan Juan, respiró hondo, entrecerró sus ojos y apuró el trago de whisky. Después de la pausa le dijo: “Juan, mi’jo, no seas ingenuo. Está gente (la oposición) lo que quieren es el poder. Nosotros nos lo ganamos a tiros, si lo quieren, tendrán que quitárnoslo a tiros”.
Esa es la filosofía de la casta verde olivo que detenta el poder en Cuba. Fidel Castro siempre percibió la Isla como una extensión de su finca familiar en Birán. Cuando tomó el poder en enero de 1959 ,contó con un apoyo popular que superaba el noventa por ciento. El pueblo cubano le otorgó un cheque en blanco. Y ese apoyo le permitió a Castro erigir un sistema político totalitario donde nunca hubo espacio para los opositores. El pretexto: Cuba era un país sitiado por Estados Unidos.
Con la primera Constitución del país aprobada en 1976, un calco de la Carta Magna promulgada por Stalin en 1936, la disidencia supo aprovechar un resquicio legal para recolectar diez mil firmas ciudadanas que les permitía aprobar una ley. A raíz del Proyecto Varela, Fidel Castro taponó el agujero. Desplegó una campaña política con votación incluida. Y en 1992 introdujo reformas constitucionales blindando de por vida el socialismo marxista en Cuba.
Raúl Castro, un dictador menos ilustrado que su hermano, primero consolidó el colonialismo ideológico de Venezuela, posteriormente negoció un nuevo trato con Estados Unidos y luego, antes de delegar el poder en el mediocre, pero leal tecnócrata, Miguel Mario Díaz-Canel Bermúdez, con urgencia pidió redactar una Constitución acorde a los nuevos tiempos. Ciertos acápites de esa carta magna son ambiguos. Pero es difícil pensar que una dictadura longeva cometería la torpeza de legalmente cavar su propia tumba. En la Constitución reformada en 1992 se plasmó que el socialismo es eterno. Y en el artículo 4, autoriza la lucha armada en caso de que el sistema político se viera amenazado. El confuso artículo 56, que aprovecha la oposición para legitimar la libertad de expresión y la plataforma Archipiélago para convocar una marcha en contra de la violencia, es una finta jurídica que puede ser revocada por cualquier autoridad del régimen o tribunal estatal.
Uno de los participantes en la organización de la marcha pacífica alegaba, entre otras razones, que notificar con antelación a las autoridades el día, la hora y fecha, sabiendo que tenían un 99% de probabilidades de que no fueran autorizados, era desenmascarar al mundo la naturaleza totalitaria del régimen cubano.
La pregunta es si valió la pena poner a prueba el civismo y apego a las leyes de un gobierno que en seis décadas ha prohibido la oposición política, el periodismo independiente y cualquier organización de la sociedad civil que no esté tutelada por el Estado.
Ahora el régimen juega con ventaja. Al menos que los organizadores tengan un plan B, conocen la hora, el día y dónde se efectuarán las marchas. Lo cual le facilita a la Seguridad del Estado impedir el acceso a la zona y le permite organizar contramarchas en apoyo al gobierno. La policía política le cortará la conexión de internet a los participantes, incluso en todo el país si fuera necesario. Y, por supuesto, no les va a permitir que salgan de sus casas y algunos los enviará a calabozos policiales.
Sobre la Marcha Cívica por el Cambio, el próximo 15 de noviembre, a varios cubanos de a pie se les preguntó su opinión. Carmelo, cajero de un banco, cree que “en teoría es muy bonito. Pero en la práctica no se puede ser ingenuo y pensar que el gobierno va a permitir tres mil o cuatro mil personas coreando consignas en su contra. Cuba no es una democracia. A veces pienso que la disidencia se lo cree”.
A Lisbet, peluquera, no le interesa la política, pero está obstinada con lo que está pasando, «cada día nos hundimos más. En Cuba el que gobierna no es Díaz-Canel, es el General Nohay: no hay comida, no hay medicinas, no hay dinero, no hay dólares. Y no hay huevos pa’ sacar a esa gente del trono. La disidencia que va ir a marchar será una presa fácil para la policía. Los pobres, la que les espera”.
Carlos, chofer, no ve la hora de que “todos esos cara de culo (funcionarios del gobierno) se monten en un avión y se larguen pal’ carajo. Antes de largarse, van a defender sus privilegios con uñas y dientes. No van soltar el jamón con marchas, huelgas de hambre ni críticas en las redes sociales”.
Joel, estudiante universitario, subraya que la gente tiene miedo, pero si “se suman miles de personas, te aseguro que el pueblo se tira de nuevo pa’ la calle. Las protestas populares del 11 de julio en toda la isla no se organizaron ni se avisaron. Fueron manifestaciones espontáneas. La única manera de serrucharle el piso a este gobierno es que cientos de miles de cubanos salgan a protestar en las calles de todas las provincias o que un general de las fuerzas armadas dé un golpe de Estado”.
La percepción de un segmento de ciudadanos descontentos es que con métodos pacíficos será casi imposible conseguir un cambio de gobierno. Luis Alberto, jubilado, mueve la cabeza de un lado a otro cuando se le pregunta si considera que el régimen pudiera dialogar con la disidencia: “Si tú tienes a un ejército detrás, miles de segurosos y chivatones que te apoyan, no vas compartir el poder. Pa’ sacarlos del palacio de la revolución hay que fajarse con ellos, de lo contrario es perder el tiempo”.
Con la negativa del régimen de prohibir la marcha del lunes 15 de noviembre, se van agotando las opciones legales de la oposición democrática. ¿Qué va a pasar a partir de ahora? No se sabe. Tal vez la respuesta más sincera se la dio Guillermo García a Juan Juan Almeida mientras viajaban en un helicóptero de la era soviética: si la disidencia quiere llegar al poder, “tendrán que sacarnos a tiros”.
Iván García
Foto: Cartel de la Marcha Cívica por el Cambio el 15 de noviembre. Tomado del Facebook de la plataforma Archipiélago, convocante de la marcha.