La bandera de las tres barras azules y dos blancas con el triángulo rojo y la estrella solitaria en el centro, colgada anudada a un blasón negro, le sirve a la familia Rodríguez de comodín perfecto para desviar la atención de los posibles delatores o intransigentes del barrio.
Ellos viven justo en la parte vieja de La Habana. En un barrio pobre y mayoritariamente mestizo, cuna del jineterismo y la picaresca. Estos habaneros piensan dos veces más rápido que otros cubanos.
Siempre vivieron de las ilegalidades y lo que se caía del camión. Aparentar se les da bien. En la mañana aplaudían delirantes un extenso discurso de Fidel Castro y en la noche guardaban en un cobertizo sacos de detergente robados de un almacén estatal.
Los nacidos en Cuba conocemos muy bien esas tretas. Mientras la familia Rodríguez aparenta fidelidad al régimen, todos en el barrio conocen que venden aceite de cocina a 30 pesos el litro.
“Es para no marcarme socio. Tú sabes cómo es eso. Para poder vivir en Cuba hay que ‘inventar’ y aprender a jugarle cabeza a esta gente (el régimen)”, apunta antes de abordar un ómnibus rumbo a la Plaza de la Revolución para participar en un acto público de despedida a Fidel Castro, fundador el primer Estado comunista en América Latina.
Daniel, periodista español acreditado a las honras fúnebres, no puede entender el relato que lee o escucha fuera de Cuba sobre la autocracia, represión o descontento popular.
“Es que tú miras a cientos de miles de personas haciendo cola bajo un sol de mil demonios para firmar un libro de condolencia y te preguntas cómo es posible que la gente rinda tributo a un tipo que erigió un sistema que los ha empobrecido tremendamente”, se pregunta asombrado el reportero en las afueras del hotel Habana Libre.
Y es que Cuba es una nación atípica. Solo aquellos que han vivido bajo una dictadura pueden entender el impredecible comportamiento humano de las mayorías.
No es cierto que en la Isla obliguen a las personas a asistir a los actos organizados por el partido comunista. Es absolutamente voluntario, pero está condicionado.
Hace veinte años, cuando Fidel Castro estaba en su apogeo, descaradamente el presidente del CDR, una organización de barrio que es la antesala del potente control social que funciona en Cuba, arengaba casa por casa para que las familias acudieran a las movilizaciones o simulacros de elecciones democráticas.
Y es que en la Cuba de los Castro, el Estado es la entidad que castigaba o premiaba a los ciudadanos. Para acceder a una casa, un televisor o un reloj despertador, los ciudadanos debían demostrar en una reunión del sindicato cuánto se habían esforzado en favor de la ‘revolución’.
El mejoramiento de tu vida privada dependían de la participación en movilizaciones, actos y trabajos voluntarios. Fue en esa etapa que se consolidó entre los cubanos la aberrante simulación o doble moral.
Hace dos décadas, estudiar una carrera universitaria, dependía de la adhesión a la causa verde olivo. Después de la caída del telón de acero soviético las cosas comenzaron a cambiar.
Fidel Castro como estrategia aceptó a católicos y creyentes en el partido comunista y poco a poco fue mermando el rígido control sobre la vida de los ciudadanos.
Pero aún quedan mucho por mejorar y superar. Como el miedo que se mantiene entre los cubanos de a pie. “Mi hija estudia tercer año de una carrera universitaria. ¿Tu no sabes que si la ven desinteresada esa actitud puede redundar negativamente en su futuro?”, se pregunta Ada, bodeguera.
Liudmila, carpetera de un hotel cinco estrellas, considera que si ella no participa en “los actos de masas, los factores (partido, sindicato y unión de jóvenes comunistas) pueden tomar notar y me sacan del puesto de trabajo, pues estoy contratada”.
Esa mojigatería, que anestesia la voluntad y los criterios propios, es la causa para que personas como Lorenzo, 17 años, estudiante de tercer año de preuniversitario, sea capaz de armar un discurso con frases hechas delante de las cámaras de televisión, nacional o extranjera, y luego, en la sala de su casa, dar opiniones contrarias a un reportero independiente, siempre y cuando cambie su nombre.
Un ejemplo clásico de la simulación son los comentarios populares y el disgusto por la decisión gubernamental de no colocar en el Memorial José Martí de la Plaza de la Revolución las cenizas de Fidel Castro.
“Es una falta de respeto al pueblo. Hubo gente que estuvo hasta tres horas haciendo cola bajo el sol para firmar el libro de condolencia sin saber que allí no estaban los restos de Fidel. Todo era un montaje, estaban velando a un fantasma”, apunta Miguel, obrero de la construcción.
Opiniones que no se reflejan en la prensa oficial. Esa hipocresía social le permite al régimen gobernar fácilmente. En Cuba la mayoría de la gente piensa de una manera, pero actúa de otra.
Prefieren ver el partido sentado en las gradas. Sin compromisos políticos. Solo esperar a que las cosas pasen. Si es que pasan.
Iván García
Diario Las Américas, 2 de diciembre de 2016.
Foto tomada de Voz Pópuli.