Era una odisea ir desde La Víbora, mi barrio, hasta Miramar, donde vivía Ricardo González Alfonso. Sólo había dos opciones: coger la ruta 69, que podía demorar dos o tres horas en pasar. O la 100, con más ómnibus, pero con mucho más pasajeros, por su extenso recorrido.
La 69 dejaba cerca de la casa de Ricardo. Pero si cogías la 100 tenías que bajarte en la parada del hotel Comodoro y subir varias cuadras, bajo el sol o la lluvia. Cuando llegabas, Ricardo te recibía con una sonrisa. Aunque hubiera acabado de recibir una citación de la Seguridad del Estado.
Ya dentro de su destartalado hogar, te ofrecía un vaso de agua fría, de su aún más destartalado refrigerador. Y té de un termo plástico, porque café no podía estar colando a toda hora en la vieja cafetera. A veces el té lo servía en un vaso plástico, que no se botaba: se enjuagaba y volvía a utilizar. Pero lo habitual era que te lo ofreciera en un pomo de cristal, de cuando en Cuba vendían compotas rusas, y todavía son usados como «tazas» para tomar té o café en muchas casas.
A Ricardo fue uno de los primeros que se le tiraron, en la tarde del martes 18 de marzo de 2003. Un operativo con uniformados de verde olivo, similar al que hicieron a otros opositores. En la mirilla de la represión había más de un centenar de disidentes y periodistas independientes, pero en el punto rojo del kolimador estaba Ricardo González Alfonso.
No por su buen carácter. Si no porque prácticamente él sólo, con muy poca ayuda, hizo realidad una idea de Raúl Rivero: fundar la Sociedad de Periodistas Márquez Sterling, una asociación netamente profesional.
También Ricardo fue capaz de armar e imprimir dos números de la revista De Cuba, los dos únicos que la Seguridad del Estado permitió circular (un tercero logró hacerlo Claudia Márquez en septiembre de 2003, con la ayuda de Vladimiro Roca y Tania Quintero, entre otros pocos que se arriesgaron en aquellos aciagos días).
Todo eso lo hacía Ricardo sin dejar de sonreír. Pero, sobre todo, sin dejar de hacer denuncias y escribir relatos y poemas; atender a visitantes, de otras provincias u otros países; dar entrevistas a medios internacionales; organizar talleres periodísticos en su casa, y desempeñarse como corresponsal de Reporteros sin Fronteras en Cuba.
Cuando a Ricardo se lo llevaron arrestado, en su casa quedaron sus dos hijos, Daniel y David, entonces unos niños, hoy unos jóvenes. Dos de las cosas que él más quiere en este mundo. Atrás quedó también Álida Viso Bello, periodista independiente como él y su compañera en la vida.
Ojalá entre los excarcelados por esas negociaciones entre el gobierno de Raúl Castro y la iglesia católica cubana, se encuentre mi amigo Ricardo González Alfonso, quien ya cumplió 60 años y su salud, como la de casi todos los presos políticos, se encuentra bastante deteriorada. No así su perenne sonrisa.
Iván García