Desde La Habana

La revolución cubana ya no enamora

Atrás quedó la etapa romántica, donde una notable mayoría de los intelectuales de izquierda del mundo cifraban sus esperanzas en el huracán revolucionario de Fidel Castro y Che Guevara.

Esa Cuba que nubló la razón a pesos pesados de las letras como Jean Paul Sartre, Julio Cortázar y José Saramago ha perdido fuelle.

El ‘snob’ y la novedad de cientos de poetas, pintores o músicos caminando distraídamente por las calles habaneras en los años 60, rodeados del ajetreo de milicianos, donde no había hora para citas y las tertulias bien podían durar dos noches y tres días, hace rato dijeron adiós.

Ya pasaron a mejor vida las pláticas en el yate de Castro, pescando aguja y bebiendo ron, mientras el comandante guerrillero, con su habano sempiterno y su manía de hablar sin escuchar a los otros, contaba sus planes fastuosos que convertirían a la isla de las cañas en el paraíso del Caribe.

Como toda utopía, se derrumbó. El gobierno cubano dejó de hechizar a los intelectuales del planeta. Se empezó a jugar al duro. La revolución se institucionalizó los 70 y llegó el quinquenio gris. Y con él, los planes macarrónicos dictados por los burócratas. Murió la ilusión.

Cuba se alió a la URSS y varios intelectuales del patio fueron condenados al ostracismo, por ser maricones o no reflejar en sus obras la epopeya de Castro y su revolución.

Empezó el realismo socialista en casi todas facetas de la vida cultural cubana. Llegaron los “pavones” y a la cárcel fueron tipos como Heberto Padilla. Gigantes como Lezama o Virgilio Piñera eran vistos con ojerizas. Se aplaudía a escritores mediocres al estilo de Manuel Cofiño.

Algunos intelectuales europeos y latinoamericanos rompieron el pacto no escrito de apoyo y devoción a Fidel Castro. Vargas Llosa tiró la primera piedra. No fue bien visto, porque todavía una mayoría notable de hombres de letras creía en la obra justiciera del barbudo caribeño.

En la España de Franco, “progres” como el abogado sevillano Felipe González y un variopinto club de pensadores y artistas ibéricos, de una sentada se leían los extensos discursos de Castro.

El Che era un ícono. Y visitar el santuario revolucionario cubano era más excitante que dar una vuelta por París.

La Habana comenzó su declive. Lentamente fue dejando de ser la deslumbrante metrópoli. Cortar caña se convirtió en una obligación para los cubanos y un hobby para los extranjeros. Sí, había montones de carencias y los ómnibus escaseaban. La gente vestía como en la China de Mao, pero todo un pueblo se apretaba el cinturón y se consagraba para tomar el cielo por asalto.

El encanto se fue perdiendo en la década de los 80. Una mala y nueva noticia recibirían los soñadores intelectuales europeos: los cubanos también querían ganar dinero, vestirse bien, usar perfumes de marca, tener buenos coches, viajar por el mundo como turistas y visitar Disneylandia.

Pese a esas capitalistas aspiraciones de los cubanos, artistas de la talla de Ana Belén, Víctor Manuel, el catalán Joan Manuel Serrat o Joaquín Sabina, continuaron apreciando al hijo de un soldado gallego que se fue a la Isla para mantener a toda costa la joya más preciada de la corona española.

Con la caída del Muro del Berlín y la desaparición de la otrora potencia soviética, cientos de intelectuales de izquiera empezaron a mirar a Cuba con lupa. Era evidente: no había elecciones presidenciales. Castro empezó a verse como un Napoleón de nuevo cuño, que metía sus tropas en diferentes países de África.

Si tenías criterios distintos al gobierno, podías ir a la cárcel. Y la gente seguía viviendo mal y comiendo poco, con una libreta de racionamiento vigente desde 1962. Cientos brincaban la cerca de una embajada o remaban en una balsa rústica por un mar infestado de tiburones en busca de libertad y mejor vida en la otra orilla.

Y llegamos al siglo 21. Castro seguía en las mismas. Blindado en su posición numantina y encarcelando opositores. En 2003, el portugués José Saramago,  dijo «Hasta aquí he llegado». También músicos, artistas e intelectuales españoles se cansaron de aplaudir al comandante, que ahora les parecía un viejo tramposo. Sin importarles si la culpa era de Fidel Castro o de los Estados Unidos. El caso es que a Cuba unos cuantos decidieron no volver.

La muerte de Orlando Zapata Tamayo, la inercia política, el desastre económico y los deseos de ciertos cambios políticos por una parte creciente de la sociedad cubana, dispararon las alarmas y la sensibilidad de los intelectuales de valía en Europa.

Ahora la revolución está arrinconada por las críticas de personas de la cultura de gran parte del mundo. Ana Belén cerró la muralla. Bosé y Juanes no ven la situación muy clara. Y aunque siguen con guante de seda, se percatan que algo no funciona en la isla.

Cada vez hay más deserciones en el ejército de admiradores de la revolución de verde olivo. Quedan pocos. Eduardo Galeano en Uruguay. Un callado y enfermo García Márquez, que no se pronuncia, más por lealtad y amistad a Castro que por convicciones.

Lo cierto es que quienes en la actualidad apoyan de forma ciega a los hermanos Castro es un coro de pequeño formato. Los grandes y famosos salieron volando varias primaveras atrás.

Iván García

Foto: Jean Paul Sastre y su esposa, Simone de Beauvior, con el Che en La Habana de los 60.

Salir de la versión móvil