Antes de que Raúl Castro aprobase enviar al paro, a la vuelta de dos años a un millón 300 mil trabajadores, ya Luciano, 39 años, la estaba pasando mal.
Laboraba en una oficina de trámites burocráticos al suroeste de La Habana. Ganaba 290 pesos (alrededor de 12 dólares) y en compensación a tan poca paga, de lunes a viernes trabajaba sólo 4 horas, pese a que un cartel aclara que el horario es de 9 de la mañana a 5 de la tarde.
En un improvisado local, Luciano aprovechaba las mañanas para confeccionar empanadas de harina rellenas con guayaba. Después de mover el rodillo hasta el cansancio, elaboraba 800 empanadillas. Luego se sacudía el polvo de harina, se alisaba el pelo con agua, se cambiaba la indumentaria y, a partir del mediodía, atendía trámites legales.
Siempre se las arreglaba para irse ante de las 4 de la tarde, hora en que lo esperaba un amigo para comenzar a preparar, en un decrépito serpentín, un centenar de litros de alcohol destilado con miel de purga, que vendían a 7 pesos (40 centavos de dólar) la botella. Un ron ‘cosaco’, insufrible, que provoca náuseas al probarlo, pero ya tradicional en los barrios marginales habaneros, donde la bebida de calidad es un lujo mayúsculo.
Con sus dos trabajos extras, Luciano se embolsillaba cerca de 90 dólares mensuales, casi nueve veces más que su salario estatal. Por eso, cuando en una reunión su jefe le dijo que quedaba ‘disponible’ -la jerga oficial llama así a los despedidos- Luciano se lo tomó con calma.
A partir de ahora, pensó, tendría más tiempo para sus oficios ilegales. Pero en diciembre la policía decomisó el centro clandestino de elaboración de empanadas y le asestó un buen golpe. Por si no bastara, se rompió el serpentín donde preparaban el trago amargo de los olvidados.
Dice un refrán cubano que «cuando el mal es de cagar, no valen guayabas verdes». Ante la perspectiva de un fin de año sin frijoles negros ni cerdo asado, su mujer recogió los matules y se fue con los tres hijos para la casa de su madre. En una fiesta, entre licor y bailes eróticos, ligó a un viejo con la cartera abultada.
Luciano no quiere culpar a nadie por su mala suerte. Es lo que lo tocó. En su salvación vino una amiga, en cuyo domicilio ha montado una tienda ilegal, dedicada a la venta de pacotillas traídas de Ecuador, Caracas y Miami. Ella le dio una cantidad de ropa para que la vendiera, se ganara unos pesos e intentara reconquistar a su esposa.
Cuando ya parecía que su desgracia había tocado fondo, fue pillado por la policía con un maletín cargado de artículos sin los comprobantes que justificaran su procedencia. Le quitaron la pacotilla y le pusieron una multa de 1,500 pesos (70 dólares). A su amiga ahora le debe casi 200 dólares por la mercancía decomisada.
Sin trabajo ni familia y con deudas, Luciano recibió el 2011. Así y todo, se considera una persona de temple. Confía que en el transcurso del año su suerte cambie para bien. De momento, peor no le puede ir.
Iván García