Desde La Habana

La Habana: a golpe de navaja

Joan, 19 años, quiere hoy una noche movida. Pasada las 7 de la noche, luego de comer  arroz, frijoles y un par de croquetas de pescado, se viste a la usanza de un joven cubano del tercer milenio.

Jean Diesel entallado, camisa arrugada ceñida y una chaqueta negra de cuero que le da esa pinta de pandillero juvenil que Joan adora. Zapatillas de punta fina, reloj Swatch de colores subidos, gargantilla de fantasía y un celular pirata chino, un remedo del iPhone 3G.

Antes de salir de casa -si podemos llamar casa a una chabola de madera y techo de fibrocemento, con muebles espartanos de principios del siglo 20- recoge su navaja afilada de barbero que guarda debajo de la colchoneta de un catre paticojo.

Es la norma de muchos adolescentes citadinos. Sobre todo si se vive en Mantilla, un reparto al sur de la ciudad, ubicado en el municipio Arroyo Naranjo, el más pobre y violento de La Habana y con el mayor número de hombres presos en la capital.

Lo más parecido al Oeste salvaje que hemos visto en filmes estadounidenses, son algunos bailables populares habaneros. Entre reguetón y ron de cuarta categoría, una generación de adolescentes que por regla crecieron, sin un padre conocido o progenitores una cárcel de la Cuba profunda, suelen ver las fiestas juveniles o discotecas de baja estofa como un campo de batalla.

La diversión pasa por fumar un par de porros de marihuana. Criolla o ‘yuma’ (extranjera), si se anda bien de plata, y darse un ‘cantazo’ de melca. O comprar un ‘magazín’ de Parkisionil y ponerse en las nubes.

Joan se une a sus socios del barrio. Entre todos compran media docena de unas cajitas de ron blanco conocidas como “Planchao”, y recogen a sus ‘jevitas’ (muchachas), jineteras unas, marginales otras, que no pocas veces portan armas blancas y en sus bolsos de piel sintética guardan el arsenal de la banda.

Lo normal es salir de movida un sábado por la noche con punzones, navajas, tijeras, machetines recortados y alguna pistola de confección casera, armada con un percutor de un viejo revólver y unas ligas gruesas.

Su efectividad es dudosa. La bala perdida puede dirigirse hacia cualquier sitio. Pero es un arma de fuego y siempre intimida. La pandilla que lidera Joan esa noche tiene prendidas las alarmas.

El fin de semana anterior, un malandro de otra zona, le cortó el rostro con dos ‘swings’ de navajas a un amigo de Joan. Y el grupo va por el desquite. En la ley del bajo mundo capitalino, la sangre se paga con sangre.

En un sitio derruido fuera de la discoteca ‘clavan’ el arsenal bélico. Entre flashes intermitentes de neón, ron y música reguetonera del Micha, Osmany García y Los Cuatro, bailan como solo saben hacerlo los ‘reparteros’, argot utilizado para los residentes en barrios alejados del centro de la ciudad.

Un miembro de la pandilla ya identificó a uno de los jóvenes de la banda rival que desfiguró el rostro de su socio. Cuando termina el reguetón comienza la guerra.

La de los contenedores de basura virados en la calle y el intercambio de palabras gruesas. Cada pandilla desenfunda sus armas. Al compás del lanzamiento de piedras y pomos y algún que otro tiro errado de las peligrosas pistolas caseras, donde cualquier transeúnte despistado puede recibir una herida de bala.

Detrás de las ventanas los vecinos observan la gresca. A ratos es más ruido que otra cosa. No pocas veces terminan con un adolescente desangrándose en el asfalto, después de un baño implacable de navaja. La policía casi siempre suele llegar tarde. O no llega.

Iván García

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