Desde que vi esta foto, me di cuenta que la tiraron en una calle cercana a mi casa, cuando vivía en Lawton, La Habana. Y sí, a esa señora la conocí del barrio. De las colas del pan, la bodega o la carnicería. Jaba en mano, coincidí también con ella en el agro, tal vez en la guarapera que había en 10 de Octubre y O’Farrill.
O esperando en el timbiriche, para comprar dos frituras de ‘averigua’ (de harina de castilla, sazonadas con cebollinos y sal). Quizá en el pasillo, al costado del Paradero, donde vendían tamales y durofrío hecho con jugos de fruta. Puede que nos hayamos tropezado cuando yo iba a alquilar libros y revistas, en una casa particular, en la calle Buenaventura.
O uno de esos días de mucho calor, cuando me gustaba entrar a la Iglesia de los Padres Pasionistas y desde un banco de madera contemplar los vitrales, resplandecientes por la luz del sol. Y escuchar los cientos de gorriones con desefando piando, dentro y fuera del templo. De todos esos sitios la recuerdo.
Lo que sí, y debo confesarlo, no la recuerdo hurgando en latones de basura y contenedores, buscando latas de refrescos y cervezas y escachándolas, para venderlas por materia prima.
Ella, como tantas mujeres y hombres hoy en Cuba, tienen que tratar de ganarse unos pesos extras, porque lo que reciben de pensión no les alcanza.
A lo mejor mi ex vecina, además de ganar con esos sacos cargados de latas escachadas en un carricoche improvisado, también vende periódicos, cigarros sueltos, jabitas de nailon, cucuruchos de maní y caramelos artesanales. No sería la primera. Ni la última.
Tania Quintero
Foto: Juan A. Madrazo