Roberto, 53 años, cree posible que el gobierno de Raúl Castro legalice el juego de apuestas. “De momento no aparece entre los 178 oficios contemplados en el trabajo por cuenta propia, pero eso puede cambiar. La pasión por los juegos de apuestas aumenta. Es algo que el Estado debiera tener en cuenta”, señala este hombre que a menudo se gasta 100 dólares bebiendo cerveza y comprando pacotilla.
El casino ilegal de Roberto, conocido popularmente como ‘burle’, está ubicado en una casona de un barrio de la otrora clase media habanera. Antes del mediodía, pequeños grupos de jugadores van llegando a su casa y hacen tiempo charlando de la pasada jornada de juegos.
Lo típico de un ‘burle’. Cotilleo sobre la cantidad de dinero que lleva algún jugador y comentarios sobre apuestas altísimas que tuvieron un final espectacular.
Roberto saluda a los ‘burliches’, quienes pasan al interior de su vivienda. Sobre las doce y media rompe el casino. En una de las dos mesas habilitadas, se comienza a jugar ‘longana’, una variante del dominó que se practica con seis fichas.
Un ayudante carga un tablero cuadrado y pesado de cedro y en el patio trasero de la casa, habilita una mesa donde una docena de tipos con pinta de pillos y marginales, empiezan a tirar dados apostando fuertes sumas de dinero.
Ese juego se conoce como ‘silot’. Según Oscar, un viejo con gafas antiguas, los miles de orientales que han emigrado hacia La Habana, huyendo de la escasez y falta de futuro en sus provincias, son los que han traído el ‘silot’ a la capital.
Roberto hace rondas por ambas mesas de juegos y cada media hora recoge el dinero recaudado por sus ‘dealers’. “El ‘silot’ es el juego que más beneficio deja en un casino prohibido. Si la partida dura doce horas, bien me puedo embolsar 3 o 4 mil pesos (125 a 170 dólares), a veces más”, explica mientras observa detenidamente cada detalle de lo que sucede.
Tres horas después de abierto el ‘burle’, siguen llegando más jugadores. Roberto decide abrir otra mesa de juego. Ahora de naipes. Tras colocar un inmenso paño de gamuza verde, seis jugadores inician una partida de ‘trío’.
El ‘trío’ es una variante criolla del poker norteamericano y se juega con tres cartas viradas bocarriba en la mesa e igual número en la mano. Hay 3 descartes y antes de que usted pida nuevas barajas, se hacen apuestas.
El viejo con gafas antiguas, una especie de historiador, comenta que este juego fue creado en las prisiones de la isla. La esposa e hijas del dueño del ‘burle’ aprovechan la oportunidad y a precios exagerados, ofertan una amplia gama de comida, sandwiches, jugos, refrescos y batidos de frutas.
“No vendemos bebidas alcohólicas, pueden traer problemas cuando hay tanta gente apostando grandes cantidades de dinero”, aclara Roberto. Dentro de la oferta gastronómica hay bocaditos de jamón, queso y chorizo a 25 pesos (un dólar). Arroz frito con un cuarto de pollo a 60 pesos (dos dólares y medio). Refresco sin gas a 5 pesos y batidos de frutas que sirven en vasos alargados, a 10 pesos.
A estos casinos clandestinos acuden personas de todas las categorías sociales. Desde tipos con aspecto lombrosiano, marginales de arrabal y rateros de poca monta, hasta gerentes de cafés en moneda dura y ladrones de cuello blanco que ocupan cargos de nivel.
Y corre el dinero. Un día mediocre para Roberto es cuando gana 1000 pesos (40 dólares). Pero son los menos. Por lo general tiene beneficios de 120 dólares en adelante.
Cuando Fidel Castro arribó a La Habana el 8 de enero de 1959, una de las primeras leyes decretadas fue abolir el juego. Con hachas y bates de béisbol, ciudadanos enardecidos destrozaron máquinas tragaperras y ruletas.
Como Castro, muchos cubanos no veían con buenos ojos los grandes casinos en hoteles habaneros controlados por la mafia de Estados Unidos, con el judío Meyer Lanski al frente. Tampoco la corrupción descarada del dictador Fulgencio Batista, quien por debajo de la mesa recibía gruesos fajos de dólares de los casinos para mantenerse callado.
Era cierto. Pero la gente pobre de la Cuba profunda vestía guayaberas blancas de hilo, zapatos Florsheim de dos tonos y los fines de semana apostaba en las vallas de gallos. También las amas de casa jugaban una calderilla en la lotería nacional, con la ilusión de ganar un dinero que las sacara de la miseria.
Dos décadas atrás, si te pescaban en juegos prohibidos podías ir a la cárcel entre 3 y 7 años. Pero de una forma más o menos discreta, la gente siguió apostando dinero en ‘burles’ y loterías clandestinas. Roberto fue uno de los que sufrió prisión. “Cada vez que salía del ‘tanque’ (cárcel) volvía a lo único que sé hacer: el negocio de las casas de juego”.
Aunque siguen vigentes las leyes que pueden llevarte tras las rejas si te pillan jugando por dinero, la situación actual es muy distinta. “Hay muchos problemas, las cárceles están repletas y la policía ya no presta la misma atención al juego prohibido. Viran la cara para otro lado. Algunos aceptan gabelas para dejar correr el negocio”, dice Roberto.
En 2011, si te atrapan en un juego por apuesta te decomisan el dinero y te imponen una multa de 60 pesos (2 dólares). Esa tolerancia aparente de las autoridades, hace pensar a dueños de casinos clandestinos que las cosas pueden cambiar. “Quizás el gobierno legalice el juego”, opina Roberto. Mientras, espera tomando cerveza y viviendo a lo grande.
Iván García
Las apuestas legales o no simpre tendran demanda,ironicamente en los estados unidos hay una censura total a las apuestas por internet;y es que nadie quiere dejar ir a la gallinita de los huevos de oro.Me inmagino a la habana de los 50 s la capital mudial de juego que tiempos aqullos!