Olvídese de aquellas gallerías en pleno matorral donde un grupo de guajiros pletóricos, sin camisa, con una botella de ron y un mazo de billetes en mano, apostaba a su gallo favorito. O de las vallas, algunas tan céntricas como la situada en la Esquina de Tejas, en la barriada habanera de El Cerro.
En 2011, en la Cuba profunda todavía abundan las peleas de gallos. Pero de hace un tiempo acá, la pasión por las lidias es también habitual en zonas urbanas de La Habana.
Ahora mismo estoy en una gallería de un barrio pobre al sur de la ciudad. Un lugar rodeado de cuarterías inmundas y platanales vírgenes. A partir de las dos de la tarde comienzan a llegar decenas de personas.
Unos son los apostadores. Otros, los dueños de los animales y los preparadores. Desde los 14 años, Maikel se dedica a entrenar gallos finos. “Recorro con frecuencia la isla en busca de gallos de carácter. Luego, durante meses, los preparo para futuras peleas. Algunos los vendo, los mejores, los dedico a la lidia. He ganado un montón de dinero. Si existiera un premio Nobel dedicado a los gallos, creo que hubiera ganado uno. Si no soy el mejor, estoy entre los mejores”, fanfarronea.
Al parecer, los gallos de Maikel tienen fama. Tipos con pinta de campesinos sobrados de plata negocian la compra de varios gallos finos. Antes de que rompan las disputas, Evaristo, el dueño de la valla anuncia que ese día habrá sólo tres peleas.
“Pero qué peleas, con seis gallos invictos. Un cartel de campeones. Hace 9 años que vivo de esto. Siempre es bueno calentar el ambiente antes de las lidias. En mi valla corre el dinero. En las buenas peleas, las apuestan superan los 20 mil pesos (900 dólares)”, dice Evaristo.
Por supuesto, él se embolsa una buena tajada. La entrada a la gallería cuesta 30 pesos (un dólar 25 centavos). Los ganadores suelen darle un 5% al dueño de la valla. Evaristo es un lince para los negocios y la publicidad.
Tiene varias mesas, donde antes y después de las peleas, se juega silot y cartas. Y todo tipos de ofertas gastronómicas. Desde pan con jamón de pierna a 25 pesos (poco más de un dólar), cajitas de arroz congrí y un buen bistec de cerdo a 50 pesos, hasta cerveza Cristal y Bucanero.
“Incluso se pueden ligar putas. Evaristo tiene ‘mangos’ (chicas) de primera. Y quien se lleva un saco de dinero, después de ganar casi siempre sale con dos jineteras colgadas del brazo”, señala Horacio, asiduo a la valla de Evaristo.
Rompen las peleas de gallos. En la arena la contienda es feroz. Y en las improvisadas gradas, los apostadores y fanáticos apenas se pueden contener. Muchos están pasados de tragos. Comienzan a subir las apuestas. “Voy 500 ‘monedas’ al gallo pinto”, vocea un hombre pálido y con los ojos enrojecidos. Cada ‘moneda’ equivale a 5 pesos cubanos.
Un señor acompañado de dos personajes tenebrosos sube la parada. Saca un fajo de dinero de una jaba de nailon y lo mueve en el aire “Todo o nada. Doy 15 mil pesos contra 12 mil al gallo colorao”, grita frenético.
La bulla es tremenda. Cuando termina cada pelea, los ganadores invitan a una ronda de cerveza al contrincante y le regalan dinero a las risueñas puticas que restriegan sus senos con lascivia a los hombres que ellas deducen tienen la billetera abultada.
Concluye el cartel. Un grupo se marcha enfadado. “He perdido 1500 ‘fulas’ (1650 dólares) y me han dejado el gallo que ni para sopa sirve”, se lamenta Rubén, vestido como un reguetonero boricua. Pero otros continúan tirando dados y apostando.
Evaristo sigue haciendo caja. Vendiendo cerveza y tragos de ron extraseco. El dueño de la gallería anuncia para el próximo fin de semana un cartel de lujo. “Señores no se lo pierdan”.
Al caer la noche, el improvisado local ya está vacío. Un reguero de latas de cerveza y vasos plásticos inunda el lugar. Un viejo medio chiflado lo va recogiendo e introduciéndolo en un saco.
En el círculo de arena, donde hace unas horas pelearon con saña los gallos, una mancha de sangre color vino se va secando. Es lo que queda tras la batalla.
Iván García
Cuadro: Pelea de gallos, óleo de Lourdes Gómez-Franca, pintora cubana nacida en La Habana en 1933.