En la primavera de 1996 caminaba rumbo a mi apartamento en el barrio de La Víbora, al sur de La Habana, cuando una señora me llamó en voz baja. «Quiero hablar con usted», me dijo, mientras miraba de un lado a otro intentando descubrir si éramos vigilados. La acompañé hasta su casa en peligro de derrumbe, donde vivía con su esposo y dos hijos.
Sus condiciones de vida eran precarias. De extrema pobreza. Una sola bombilla incandescente alumbraba la sala con paredes húmedas y agrietadas. El sofá lo sostenían cuatro ladrillos. En la sala había dos canapés y un colchón hediondo tirado en el piso. “El techo de los cuartos se derrumbó. Mis hijos, mi marido y yo dormimos en la sala. Es el único lugar de la casa que aún mantiene el techo”, comentó.
Los dos adultos eran Testigos de Jehová y querían contactar con «alguien de los derechos humanos para que su historia se conociera». La mujer y su esposo hablaron sin parar durante dos horas. A los hijos los acosaban en la escuela por no querer ponerse la pañoleta ni jurar que serían como el Che.
De la Asistencia Social no recibían ninguna ayuda. Luego de escucharlos, les expliqué que no era activista, sino periodista, pero que su historia me interesaba. Era una etapa donde un sector mayoritario de la población tenía miedo ponerse en contacto con la oposición. Si después de recorrer las instituciones burocráticas del Estado y realizar infructuosas gestiones legales no obtenían respuesta, entonces recurrían a la disidencia.
Como muchos que entonces se ponían en contacto con los reporteros sin mordaza, el matrimonio solo quería que le publicara su denuncia. Les hablé con honestidad. Les dije que en internet saldría una crónica o reportaje, pero no les garantizaba que sus problemas fueran resueltos. Y les recordé que la Seguridad del Estado podría tomar represalias. No les importaba. Tal vez por esa percepción de excepcionalidad que suelen tener muchos cubanos, consideraban sus dificultades y carencias como una prioridad noticiosa mundial e insistían en denunciar al régimen y sus instituciones.
Casi siempre eran ciudadanos que ya estaban al límite. Tenían poco o nada que perder. Pero los servicios especiales comenzaron a utilizar una estrategia diferente. En los casos de personas afectadas por no recibir asistencia social o materiales de construcción para reparar sus precarias viviendas, los oficiales de la Seguridad les prometían, si dejaban de ver a los periodistas independientes, gestionar sus problemas.
En algunas historias que cubrí fue así. Iba a ver de nuevo a la mujer o el hombre que había hecho la denuncia y con voz temblorosa me decía que no fuera más, que ya había resuelto. Recuerdo a una madre maltratada por su esposo que vivía en condiciones dantescas. O un señor, que residía en el poblado de El Calvario, municipio Arroyo Naranjo, a quien altos oficiales de una unidad militar que colindaba con su finca, donde había construido un espacioso chalet, pretendían desahuciarlo. Al final el gobierno solucionó esos casos a cambio de romper la relación conmigo.
La abogada disidente Laritza Diversent no daba abasto atendiendo gratuitamente a decenas de familias pobres cuyos derechos eran vulnerados por las instituciones del régimen. Diversent y yo compartimos varios casos a los cuales le dimos cobertura periodística. Ya en 2010, las transgresiones de la maquinaria legal eran tantas, que los oficiales de la Contrainteligencia no podían dar respuesta a los damnificados.
La ciudadanía iba perdiendo el miedo. Las denuncias se ampliaron. No solo eran personas desalojadas de sus casas o que vivían en extrema pobreza. Se me acercaron muchas familias que querían denunciar casos de corrupción, profesionales hastiados por los bajos salarios, incluso funcionarios de empresas y organismos estatales que simplemente deseaban brindar información.
El teléfono de mi casa no paraba de sonar. Eran personas que deseaban contarme sus historias. Acceder al bajo mundo, para conocer de primera mano cómo funcionaba el negocio de las drogas, prostitución, sacrificio ilegal de ganado vacuno o juego prohibido fue más fácil. Mi procedencia me ayudaba.
Nací en una barriada pobre del Cerro donde vender y fumar marihuana era habitual. Robar sacos de detergente de la fábrica Sabatés era casi un deporte olímpico y las ilegalidades un secreto a voces que compartían los vecinos. Ese ambiente me posibilitó conocer a expendedores de drogas, matarifes de reses y jineteras de nivel. El pacto siempre fue proteger su identidad. A medida que aumentaba la credibilidad del periodismo independiente, conocí fuentes más importantes, entre ellos oficiales del DTI y funcionarios municipales y provinciales. Personas que se sentían estafadas por el régimen. Deseaban un cambio de modelo. No creían en el sistema. Su información por lo general era muy valiosa.
Si hace veinticinco años, cuando me presentaba como periodista independiente, unos cuantos cerraban las puertas, ahora son los denunciantes los que recurren a contactar con los reporteros libres. Te conocen por diversas vías. Ya sea por Radio Martí, la ilegal antena de cable o porque en algún portal de internet leyeron un artículo tuyo. Las cosas han cambiado y muchos de nuestros compatriotas con respeto dicen: ‘Fulano es periodista independiente’.
El aparato ideológico del régimen y los oficiales de la Seguridad del Estado lo saben. Al menos en mi caso, más que acosarme o reprimirme, optan por citar parientes, amigos, vecinos y conocidos que suponen me brindan informaciones. Los servicios especiales no reprimen por igual a todos los periodistas independientes. Suelen tener perfiles de cada uno. Conocen de antemano sus fortalezas y debilidades.
Si publicamos en periódicos como El País, El Mundo, ABC, New York Times, Washington Post, Nuevo Herald, Diario de las Américas u otro medio comercial, el trato suele ser diferente. Prefieren centrarse en los colegas que escriben en sitios que la dictadura considera financiados por el gobierno de Estados Unidos. Mientras menos tiempo lleve el reportero haciendo su trabajo, más feroz es el acoso.
En la actual oleada represiva contra los periodistas independientes, se han ensañado con plumas talentosas que durante un tiempo laboraron en la prensa oficial, como Elaine Díaz, Mónica Baró, Abraham Jiménez, Carlos Manuel Álvarez, Waldo Fernández Cuenca y Camila Acosta, entre otros, intentando no solo linchar su reputación, sino tratar de que definitivamente se vayan de Cuba.
Esos colegas, junto a Luz Escobar, brillante reportera de 14yMedio, influencers y youtubers, como Ruhama, Juanmy o equipos audiovisuales como Palenque Visión, son activos en las redes sociales, una herramienta donde la intelectualidad contestataria supera por goleada a los manidos argumentos de su contraparte gubernamental. En cualquier grupo de Facebook son habituales las críticas abiertas al régimen. Y se comparten los enlaces de las directas del artista visual Luis Manuel Otero Alcántara o videos de la represión policial en una cola para comprar alimentos.
La nueva oleada represiva de la dictadura va dirigida, fundamentalmente, hacia los comunicadores más activos e influyentes en las redes sociales. Decretos como el 370, que impone multas de hasta tres mil pesos, por utilizar las redes sociales de ‘una forma no acorde a los principios socialistas’, no es más que un intento de maniatar a periodistas, youtubers e influencers. Pero internet es un potro salvaje difícil de someter.
Después que publicaron la lista de 124 profesiones que no podían ejercer los trabajadores privados, varios analistas del tema cubano consideraron que al no autorizar al periodismo independiente, el régimen estaba lanzando el siguiente mensaje: ‘Te podemos procesar y sancionar con años de cárcel’.
Cuando en 1995 comencé en el periodismo libre, los oficiales de la policía política utilizaban ese pretexto: ‘El periodismo no está entre los oficios autorizados a ejercer por cuenta propia’. Siempre respondía lo mismo: «No escribo en ningún sitio oficial. No hay ninguna ley en el mundo que me impida escribir en un blog personal o publicar en un medio internacional. Internet no se rige por las leyes de Cuba ni pertenece a ningún gobierno».
Desde febrero de 1999, con la aprobación de la Ley Mordaza, el castrismo prohíbe el ejercicio del periodismo independiente y puede sancionar con veinte años de prisión a cualquier reportero o funcionario por determinadas declaraciones. Que esté o no el periodismo en un listado de profesiones autorizadas por el Estado me da igual. Hay derechos inalienables que no necesitan permiso de nadie. Escribir es uno de ellos. Internet es de todos y el periodismo independiente es libre como el viento.
Iván García
Foto: Collage con los rostros de Elaine Díaz, Mónica Baró, Abraham Jiménez, Carlos Manuel Álvarez, Waldo Fernández Cuenca y Camila Acosta.