A lo lejos se escucha una trompeta desafinada y un vendedor callejero con su mochila al hombro pregona: “Compro relojes rotos y pomos vacíos de perfume”. En la destartalada cantina estatal que vende comida a familias de bajos recursos, una decena de hombres y mujeres de la tercera edad aguardan por el almuerzo. Una tablilla en la pared muestra el menú del día: arroz, potaje de chícharos y croquetas.
La completa cuesta 23 pesos, menos de quince centavos de dólar. Pero 23 pesos es una fortuna para Joaquín, jubilado de 72 años que recibe una pensión mensual de 1,528 pesos, algo más de 8 dólares al cambio en el mercado informal.
“Entre almuerzo y comida, son casi 50 pesos diarios. La cuenta no da. Toda la chequera se me va en comer sancocho”, dice Joaquín, quien junto a una veintena de ancianos hambrientos, desde las diez de la mañana del domingo 25 de diciembre, esperan para almorzar. En la víspera del día de Navidad, la temperatura descendió notablemente en la región occidental y central de la Isla. El termómetro marcaba 19 grados Celsius, aunque la sensación térmica era de 12 grados, debido a la elevada humedad.
«Si estás mal alimentado, el hambre aprieta con el frío. Te cala los huesos y si no te abrigas bien, no puedes controlar los temblores. Cuánto desearía tomarme una caldosa o un chocolate con leche caliente”, confiesa Joaquín.
La gélida brisa se cuela por las hendijas de los cristales rotos del antiguo bar Diana, reconvertido en comedor social, en la esquina de Lagueruela, en el municipio Diez de Octubre, al sur de La Habana. Durante la espera para almorzar, los ancianos hablan de tiempos pasados.
“Mi familia siempre fue pobre. Pero nunca pasé el hambre que estoy pasando ahora. Comíamos carne de res dos o tres veces a la semana. Entonces el picadillo lo vendían en las carnicerías, lo molían delante de ti. También comíamos pescado, pargo, rabirrubia o cherna, que se compraba fresco, igual que los camarones. El bacalao era de Noruega, lo vendían seco, en pencas colgadas en las bodegas. En cualquier timbiriche podías comerte un pan con bistec con papitas fritas que costaba 15 centavos”, recuerda Joaquín y añade:
“La Nochebuena era algo sagrado para todos los cubanos, fueran creyentes o ateos, ricos o pobres, blancos o negros. Jamás faltaba el puerco asado. Ahora la carne de cerdo es cosa de mayimbes del gobierno, dueños de negocios y familias que reciben dólares. Es increíble cómo hemos retrocedido. Hasta el guarapo y el azúcar se han convertido en un lujo. Si tuvieran una pizca de dignidad, Díaz-Canel y su pandilla debieran renunciar. Ni siquiera pueden garantizar una comida decente en navidad y fin de año a los ancianos que se jodieron por esta revoluión”.
Es que Cuba no es país para viejos. Cerca del comedor destinado a los que reciben asistencia social, se encuentra un asilo de ancianos que sigue siendo conocido por Hogar del Veterano, su antiguo nombre. Situado en San Miguel y Agustina, en la barriada de La Víbora, hoy es un lugar es deprimente. Olor a orine, ancianos tosiendo y expectorando, ansiosos porque llegue el horario de almuerzo y comida.
Algunos matan el tiempo releyendo revistas añejas o viendo la tele que cuelga en un atril en la sala. Otros piden cigarros y dinero a las personas que pasan por las inmediaciones. Enfermeras y auxiliares conversan entre ellos y apenas se preocupan de los ancianos. Un barbero, ex preso común que no encontró un empleo mejor, rasura a un señor con un par de muletas, sentado en una caja de madera que hace las veces de sillón.
Si para estos octogenarios, que casi ninguno tiene a nadie que los visite, no hubo Nochebuena ni Navidad, tampoco habrá celebración por la llegada de un nuevo año. Salvo excepciones, todos ofrecieron su energía y talento en nombre de una revolución que les prometió un futuro digno. Es el caso de Román, que era miliciano en octubre de 1962. «Estaba dispuesto a morir por lo que consideraba una causa justa. Éramos inmaduros. No teníamos conciencia de lo que significaba una guerra nuclear. Lo que decía Fidel era ley”, rememora.
Después participó en la llamada ‘lucha contra bandidos’ en las montañas del Escambray y fue enviado a combatir en Angola. Dedicó sus mejores años a una ideología absurda mientras su hogar se destrozaba. “Me separé de mi mujer, Mi hijo está más tiempo preso que en la calle y de mi hija hace rato no sé. Mi consejo a la juventud: lo más importante es la familia. Se los dice un perdedor”, y se le humedecen los ojos.
Sergio, ayudante de cocina, conoce de primera mano historias similares del asilo, construido en la década de 1940 para los veteranos de la guerra de independencia. “La comida que recibimos es un asco. Sacos de arroz con gorgojos y alimentos con fecha de caducidad. Ni siquiera en estas fechas podemos preparar una buena cena. Lo peor que le puede pasar a una persona en Cuba es quedarse solo y envejecer”.
Humberto, 86 años, vende jabas de nailon en los alrededores de la panadería, a dos cuadras del Hogar del Veterano. Vive con su esposa de 83 años en un pequeño apartamento. Los dos son diabéticos. No tienen hijos y sus parientes cercanos apenas pueden ayudarlos .
“Mi mujer se pasa todo el día frente al televisor, de las pocas cosas que no hemos vendido. El pitcheo está duro pa’ to el mundo, a nadie le sobra pa’dar nada. ¿Qué vamos a cenar el 31 de diciembre? Como no tenemos dinero para comprar la carne de puerco que están vendiendo por la libreta, un vecino va a comprar la que nos toca y nos dará un pedazo ya cocinado, porque no tenemos aceite. Cenaremos arroz blanco, boniato hervido y ese trozo de cerdo. Nos acostaremos temprano y cuando nos despertemos ya es 2023. En Cuba los viejos sobramos”.
Los habaneros están teniendo un mes de diciembre atípico, sin sol, con viento y frío. Una ligera llovizna rebota sobre el tejado de zinc de un edificio abandonado con peligro de derrumbe en la sucia y concurrida Calzada de Diez de Octubre. Lisván, 48 años, mira el panorama gris por la abertura de una ventana tapiada con madera. Oriundo de Santiago de Cuba, hace siete años decidió probar suerte en La Habana.
Lisván es un cubano ilegal en su propia patria. El decreto-ley 217, vigente desde el 22 de abril de 1997, establece regulaciones migratorias internas para impedir que los residentes de otras provincias, en particular las orientales, se trasladan a vivir, trabajar o estudiar en la capital de la república. Un gobierno que prometió justicia social y oportunidades a todos los ciudadanos, los que deseen o necesiten residir en La Habana, necesitan una autorización especial.
“Vendí el bohío que tenía en Palma Soriano y vine pa’cá. Estaba atrapado en medio de la pobreza y el alcoholismo. Trabajaba como un mulo y nunca salía adelante”. Lisván llegó en 2015. “He hecho de todo, desde manejar un bicitaxi hasta desmochar palmas. Pero no he tenido suerte. El ron me alejó de mi familia. Duermo donde me coja la noche. En este edificio abandonado armé el campamento. Soy como un gitano”.
Duerme en una colchoneta mugrienta, en una habitación ruinosa. Cuando llueve caen trozos de techo. Lisván ya perdió el miedo. Lo ha pasado peor, durmiendo sobre cartones en los portales o en guaguas, en algún paradero. «El cuarto no es seguro, pero al menos estoy solo. Si algún día se derrumba el techo y me cae encima, espero que sea durmiendo”, comenta. Y sigue hurgando en contenedores de basura, en busca de restos de alimentos. “Ya la gente no deja sobras”, afirma. Para muchos cubanos es un fin de año triste, sin comida, techo ni familia. Y con frío.
Iván García
Foto: Cola en una tienda por pesos cubanos en La Habana en diciembre de 2022. Tomada de Diario de Cuba.