Lo vi. Estoy seguro que era él. No me reconoció, ensimismado como estaba, sentado en un bar de la calle Belascoaín, escuchando a Olga Guillot en una decrépita vitrola RCA Víctor.
Eran las cuatro de la tarde del 8 de septiembre. Un sol desértico parecía que iba a derretir el asfalto de La Habana. No corría una gota de brisa. Cerca, en un sucio café, varias personas intentaban refrescarse con un insípido jugo de naranja.
Era el día de la Virgen de la Caridad. Mucha gente caminaba con premura, casi todos vestidos de amarillo, el color de Ochún, su equivalente en la religión yorubá. Se dirigían a la iglesia que lleva su nombre, en Salud y Manrique, Centro Habana. Iban a participar en la procesión y misa en honor a Cachita, como le dicen los cubanos a su patrona.
Para hacer tiempo, me senté en un bar con una barra de caoba renegrida, Y al virar la cabeza, ahí estaba, con dos amigos. La vitrola, rescatada de algún almacén, uno tras otro tocaba boleros de Olga Guillot, Blanca Rosa Gil, La Lupe y Freddy, esa gorda que pone la carne de gallina.
De una botella de ron Caney, los amigos bebían sin prisa en sus vasos de cristal. Él, con los ojos cerrados, disfrutaba de la música, mientras un cigarrillo amenazaba con quemarle los dedos.
No quise llamarlo, para no romper el encanto. Pero juro, que a quien vi sentado con sus amigos era el poeta que vivió en el tercer piso de un edificio de la calle Peñalver, en la barriada de la Victoria. Había venido de incógnito a esta Habana que cada vez tiene menos brillo y encanto.
Aquella tarde vi a Raúl Rivero, uno de mis íconos del periodismo, quien desde fines de 1995 y hasta marzo de 2003 me dirigió en la agencia Cuba Press. Entonces yo era un novato con ganas de comerme el mundo. Tengo grabados en mi cabeza los consejos periodísticos que me dio. Treinta minutos de charla con Rivero, fueron para mí tres años de clases en una universidad.
En aquella fatídica primavera, el poeta de la Victoria fue condenado a 20 años de prisión por un gobierno soberbio y cerrado, que no quería, ni quiere, permitir que las ideas corran libremente.
Una tarde invernal de 2004 salió de la cárcel de Canaleta, en Ciego de Ávila, el terruño que lo había visto nacer en 1945. Unos meses después se fue al exilio, con sus vicios y manías a cuestas.
En la espléndida Madrid, extraña a los amigos. Por eso, el día de la Caridad se dio una vuelta por La Habana. Yo lo vi. Escuchando boleros en un bar de la calle Belascoaín. Debió ser un milagro de la virgen.
Iván García