Después de la presentación del locutor, Fidel Castro desplazaba sus seis pies y dos pulgadas y más de 225 libras hasta la tribuna, entre aplausos, consignas y una muchedumbre que rítmicamente coreaba Fi-del, Fi-del, Fi-del.
Vestido con su sempiterna casaca militar y botas negras de cuero, el dictador se alisaba la barba, achicaba sus ojos y miraba a la multitud en la distancia. Luego, con su gorra verde olivo sudada en la visera, ladeaba la cabeza y a menudo apoyaba los dedos índice y anular en su mentón.
Tras el baño inicial de masas, hacía un gesto leve con su mano para que la gente hiciera silencio. Entonces arrancaba a hablar. La mayoría de sus más de 2,500 discursos eran improvisados.
Sus alocuciones, extensas, sobrepasaban la hora y media, aunque el 26 de septiembre de 1960 en las Naciones Unidas habló durante 4 horas y 29 minutos. Solía recurrir al uso de estadísticas comparativas, las cuales le permitían remarcar las bondades y diferencias del ‘exitoso’ socialismo de corte soviético que, sin previo aviso, había instaurado en la Isla una tarde de abril de 1961.
Manejaba las utopías y augurios como un auténtico maestro. Sus promesas incumplidas se recopilan por decenas, igual que sus groseras mentiras. Prometió que la ganadería estatal produciría tanta carne de res, leche y queso que Cuba se convertiría en una potencia exportadora de alimentos.
Sin sonrojarse, en su primer año de gobierno declaraba que no era comunista y que organizaría elecciones democráticas. Sabía cómo manipular al populacho.
El castrismo no es una teoría con base científica o una determinada metodología. Tampoco una doctrina filosófica o ideológica. Es una sarta de palabras sueltas que se pueden leer en las miles de intervenciones de Fidel Castro, atornilladas por la propaganda del partido comunista como un mantra político a seguir.
Castro siempre tuvo segundas intenciones ocultas. Le gustaba parecer desparpajado, irreverente y nacionalista. Su mesianismo lo llevó a despilfarrar el erario público y exportar la subversión a rincones de América Latina.
Estaba convencido que era más inteligente y listo que el resto de los cubanos. Usurpaba funciones de expertos ganaderos, agrícolas e industriales a la vez que llevaba a cabo sus delirantes proyectos sociales y económicos.
Cualquiera de sus teorías se convertían en un cúmulo de improvisaciones que a golpe de talonario público se establecían como preceptos dentro de la economía de comando que él mismo creó.
Dejó una lista de directrices políticas que no se debieran repetir, como administrar por decreto mediante un gobierno paralelo sin respetar al parlamento ni tener en cuenta las opiniones contrarias.
Fidel fue pura improvisación. Por tanto, el castrismo original tiene un cimiento endeble. Si es que lo tiene. Se basa en una abrumadora maquinaria burocrática que aparenta seguir al pie de la letra las ordenanzas oficiales. Pero al ser un sistema demencial, provoca descontroles que son aprovechados para robar y lucrar.
Los que pretendan desmontar al castrismo, tendrán primero que barrer hasta el último resquicio del pernicioso burocratismo. Un burocratismo que según cálculos extraoficiales, podría estar conformado por más de dos millones de personas que como sanguijüelas chupan al Estado.
Los burócratas cubanos no tienen una ideología definida. Son papagayos, repetidores de las consignas de moda. Se alimentan de transgresiones y actos delincuenciales que han aprendido a camuflar de legalidad.
Con el tiempo, los burócratas se han convertido en un quiste mafioso. Cuando el régimen ha ordenado una batida contra la ineficiencia y el burocratismo, se atrincheran y se resisten a cambiar, a pesar de cantar La Internacional.
La democracia los dejaría en el paro. Un gobierno transparente y una economía de mercado sería un veneno eficaz una para una burocracia que vive del robo, el lucro y la malversación.
A la potente burocracia criolla se suma el entorno que rodea a los caciques del partido y ministros de turno. Personajes a quienes el sistema castrista les garantiza cierta calidad de vida a cambio de lealtad.
El poder es tentador, sobre todo en países autoritarios como Cuba, donde casi nadie rinde cuenta, las huelgas y manifestaciones están prohibidas y no se celebran elecciones libres y democráticas al estilo occidental.
Dentro de una autocracia, el poder es un juego de ganar-ganar. La prensa no le critica ni les canta las cuarenta. La gente echa pestes del gobierno, pero en voz baja. Y encima, cuentan con el acompañamiento de los servicios especiales, que más que proteger la Seguridad Nacional se han transformado en la guardia pretoriana del propio poder.
Desarmar un tinglado dictatorial de sesenta años lleva tiempo. Serían necesarios grupos opositores reconocidos por la ciudadanía, capaces de convocar movilizaciones callejeras. Pero la disidencia cubana no cuenta con lo uno ni lo otro.
Para eliminar al castrismo no basta con la muerte de su fundador ni de su hermano sustituto. Tal vez, en algún momento, a los poderosos empresarios militares les molesten las absurdas reglas de juego y decidan comenzar a socavar el statu quo. O en la Isla surja una agrupación opositora, amplia y cohesionada, que mire hacia adentro, hacia la gente de a pie y empiece a tender puentes con sectores populares y artistas e intelectuales jóvenes.
A corto o mediano plazo, en el panorama nacional se vislumbran dos posibilidades, una mala y otra buena.
La mala, es que en las actuales circunstancias, a pesar de una economía que hace agua y una crisis sistémica, al castrismo le queda combustible para maniobrar y mantenerse a flote.
La buena, es que las sociedades de corta y clava no funcionan y terminan capitulando.
Pero, ¿cuándo sucederá? Es la pregunta que cada día al levantarse se hacen los cubanos.
Iván García
Foto: Carteles en Santiago de Cuba. Tomada de Havana Times.