En toda ciudad que se precie existe un barrio chino. La Habana no podía ser menos. Los chinos son la población más numerosa del planeta. Si a los 1,300 millones que viven en China continental sumamos los desperdigados por medio mundo, quizás las cifras superen los mil 500 millones.
A Cuba llegaron a mediados del siglo 19, huyendo de guerras y miserias. La mayoría procedía de Cantón y emigraron como mano de obra barata en plantaciones azucareras. Hicieron los trabajos más duros. Poco a poco fueron levantando cabeza y abriendo chinchales. Lo mismo vendían frituras que montaban un ‘tren de lavado’ (tintorería) o abrían una fonda en algún barrio de La Habana o del interior de la isla.
Durante la guerra de independencia contra España en 1868, los chinos también empuñaron el machete. Y vaya si lo hicieron bien. En la calle L esquina a Línea, Vedado, casi besándose con el malecón, se levanta un obelisco a los chinos que pelearon contra las tropas españolas. Según reza un letrero, no hubo ningún chino cubano desertor ni traidor.
Muy pocos llegaron hablar con soltura el castellano. Su ahorrativo estilo de vida provocaba burlas de los cubanos, con fama de dilapidadores. Su principal estuvo enclavado -y aún está- en la zona comprendida por las calles Zanja, Dragones, Rayo y San Nicolás, en Centro Habana.
Allí tenían tiendas, cafés, cines y teatros como el Shanghai, en la época considerado de ‘relajo’ (pornográfico).También asociaciones donde por las tardes practicaban artes marciales o rendían culto a sus deidades. En las noches calurosas, entre vino de arroz y bocanadas de opio, en silencio jugaban Mahong.
Después de la llegada de los barbudos al poder, a los chinos, como a cubanos, españoles y otros extranjeros, también les expropiaron sus negocios. Eso fue durante la ofensiva verde olivo de 1968, una copia de la colectivización llevada a cabo Mao TséTung al otro lado del mundo. Muchos decidieron marcharse y establecerse en Estados Unidos.
En los 90, cuando la URSS se despidió de su exótica doctrina, China inventó un sistema bicéfalo de dos ideologías y una nación. A golpe de economía de mercado y talleres, se convirtió en la factoría número uno del planeta. A falta de rublos y petróleo ruso, a Fidel Castro no le quedó otra que mover fichas.
Fue durante esa etapa de tímidas aperturas que Eusebio Leal, el historiador de la ciudad, y la embajada de la República Popular China, concertaron un acuerdo para que descendientes chinos crearan entidades culinarias.
Han podido operar con autonomía. Sin el ojo celoso del Estado -esa especie de elefante que a su paso estropea la cristalería- el barrio chino de La Habana comenzó a florecer. Ahora mismo es el sitio donde mejor se puede comer en la capital.
Las antiguas fondas chinas se han reconvertido. Confortables y con aire acondicionado, el menú ofrece platos típicos como arroz frito, chop suey y rollitos de primavera. A falta de un barrio italiano, también venden pizzas, espaguetis y canelones. Y comida criolla: congrí, cerdo asado y yuca con mojo
Sí, se come bien en el actual barrio chino habanero. Lo malo es a la hora de pagar. Una cena para cuatro personas cuesta alrededor de 50 dólares, cinco veces el salario mínimo mensual de un trabajador cubano. A diferencia de la comida ofrecida en barrios chinos de otros países, de económicos precios, el de la capital cubana es un lujo. Los que pueden, van en ocasiones especiales, por el día de las madres o cumpleaños familiares.
Nunca fue tan caro comer comida china en Cuba. Atrás quedan aquellas cafeterías, en Monte, Belascoaín, Infanta y otras calles céntricas habaneras, donde 3 pesos alcanzaba para una ración abundante de arroz frito con camarones, pollo y jamón, entre otros ingredientes, y una sopa china de vegetales.
Ya los hijos y nietos de chinos no venden helados de frutas ni lavan y planchan ropa. No les hace falta. Hoy son gerentes de restaurantes o sociedades y viven a lo grande. En este peculiar barrio habanero, funciona la oferta y la demanda. En la mayoría de sus locales te cobran un 10 % de impuesto por una cena. La actual generación es más lista que sus padres y abuelos.
Iván García
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