Con la muerte en La Habana, el miércoles 13 de mayo, de mi tío Luis Antúnez Aragón, a los 94 años, se fue el último de «los Antúnez», como en nuestra familia materna le decíamos a María, Cándida, Dulce, Carmen, Teresa, Avelino, Mario y Luis, los ocho hijos que tuvieron mis abuelos Luis y Francisca.
El tío Luis era el menor de los hermanos y por eso le decíamos Luisito. Todos nacieron en Sancti Spiritus y con excepción de Avelino, Mario y Teresa, el resto decidió abrirse paso en la capital. Ninguno pasó del sexto grado, pero todos aprendieron a leer y escribir.
Muchas veces se desempeñaron en labores rudimentarias y lo hicieron desde la legalidad y la honestidad. Tampoco tuvieron problemas con la policía, a no ser mis tías María y Dulce, quienes desde la década de los años 30 se hicieron militantes comunistas.
Antes de 1959, Luisito trabajó en Obras Públicas, en diversos oficios, entre ellos la plomería. Después y hasta que se jubiló, laboró en el Acueducto de La Habana. Fue el más cercano a Carmen, mi madre, que se preocupaba por él como si fuese un hijo. Si algo le agradó a mi madre cuando en 1979 nos mudamos para La Víbora, fue la cercanía con el domicilio de Luis y su esposa Georgina.
Luisito no tuvo hijos, pero hasta el final de sus días, vivió muy bien cuidado, por su mujer hasta que ella falleció, por cuatro cuñadas (Amparo, Manuela, Hilda y Santa) y por Gildita, una sobrina política.
Es la mejor riqueza que una persona puede tener: vivir y morir al lado de personas que te respetan y se ocupan de ti. Un cariño que mi tío se supo ganar, por su dedicación a familiares, amigos y vecinos. Como era habilidoso y sabía hacer pequeñas reparaciones, mientras la edad se lo permitió, a quien lo necesitara le ponía una zapatilla a una pila, cambiaba un fusible o arreglaba una cañería.
Por última vez lo vi en 2003. Pero mi hijo Iván se ocupó de él en todos estos años, comprándole leche en polvo o llevándole dinero, que pese a mis limitadas posibilidades, nunca le dejé de mandar. A cada rato Iván lo visitaba y por Navidad solía almorzar con él y los suyos.
El último regalo fue una camisa azul claro de mangas largas que Iván no se había estrenado. Se la pusieron en la funeraria. Con esa camisa se fue. Dignamente, como siempre mi tío Luis vivió.