En un estante de madera se exhiben un par de pomos de detergente líquido, una decena de cajetillas de cigarrillos Populares, un paquete de café y en un cartel delineado a la carrera, una frase del difunto Fidel Castro.
Pasada las 10 y media de la mañana, la calurosa bodega parece un horno de vapor. Luisa, la dependienta, sentada en una silla plástica, intenta echar andar un oxidado ventilador casero. De fondo se escucha la voz de barítono de un locutor, narrando la escena de una radionovela.
En el almacén de la bodega, apilados como quiera, diez o doce sacos de arroz, un tanque plástico medio vacío de aceite vegetal y varias bolsas de leche en polvo que el Estado otorga exclusivamente a los niños menores de 7 años y personas con certificado médico por tener cáncer o una grave enfermedad.
Sentados en el portal de la bodega, dos tipos sucios de un botellín plástico se empinan un trago de ron peleón y un perro callejero, viejo y andrajoso, orina en la puerta de la bodega. La monotonía del surrealista panorama se rompe cuando la bodeguera, para espantar el animal, lanza un trozo de manguera.
Al rato comienzan a llegar clientes con jabas de nailon en el antebrazo y la libreta de racionamiento en la mano.
A todos los nacidos en Cuba, el régimen mensualmente les vende 7 libras de arroz, 20 onzas de frijoles negros, un sobre de café mezclado con chícharos, media libra de aceite vegetal, una libra de pollo y, a diario, un panecillo minúsculo, casi siempre mal elaborado.
Esa canasta subsidiada, si se consume en raciones pequeñas, en el almuerzo o la comida, probablemente alcance para 10 o 12 días. El resto del mes a inventar. A las amas de casa y las mujeres con hijos que después de llegar del trabajo deben encender los fogones, debieran premiarlas por su creatividad.
Para alimentar a la familia se invierte el 90 por ciento del dinero que entra al hogar. Quienes ganan poco, que es la mayoría, no les queda más remedio que comprar mercancías de regular a pésima calidad ofertadas por el Estado. Aquéllos que reciben remesas en divisas, pueden adquirir alimentos de mayor calidad.
La libreta, implementada en marzo de 1962, es la razón por la que miles de cubanos no han muerto de hambre. Aunque lo que comen sea un enigma.
Cuenta Luisa, la bodeguera, que “desde hace cuatro meses, el arroz que está llegando a la bodega es infame. No hay quien se lo coma. Ni la mejor cocinera puede mejorarlo. Se pega, formando un engrudo y sabe a rayo. Ni qué decir de los frijoles. Los han sacado de la reserva estatal, donde llevaban guardado un burujón de tiempo. Tienen una peste terrible. Y usted puede estar cuatro o cinco horas dándole candela y no se ablandan. Un arroz y unos frijoles que los puercos no se comerían”.
Pero Diego y María, un matrimonio de pensionados que entre los dos al mes cobran una chequera equivalente a 25 dólares, no pueden darse el lujo de botar el arroz subsidiado.
“Yo lo mezclo con el arroz que venden por la libre, a 4 pesos, bastante bueno, y de esa forma podemos comérnoslo. Si tu vives en Cuba no puedes tener escrúpulos. Hay que comer lo que te den o lo que encuentres”, subraya María.
Si usted recorre cualquier cafetería estatal, notará que las medidas higiénicas son letra muerta. Colecciones de panes con embutidos, fritangas o minutas de pescado en bandejas de aluminio rodeados por un coro de moscas.
Los ancianos, grandes perdedores de las tímidas reformas económicas de Raúl Castro, para amortiguar el hambre suelen comer alimentos pocos nutritivos y peor elaborados.
Existe en la Isla una cadena de comedores del Estado que sirven almuerzo y comida a más de medio millón de personas que se encuentran en la extrema pobreza.
En el antiguo bar Diana, en la concurrida y sucia Calzada Diez de Octubre, se localiza uno de esos comedores. Un peso cuesta la ración. De acuerdo a un listado entregado por Seguridad Social a la administradora del centro, diariamente atiende a un centenar de habaneros, casi todos ancianos de bajos ingresos.
En dos mesas de hierro cubiertas con manteles baratos, tres mujeres y cuatro hombres, cacharros en mano, esperan la ración del día. “La comida es de apaga y vamos. Un poco de arroz, a veces duro, potaje aguado y una croqueta o un huevo hervido. A veces dan un pedacito de pollo”, dice Eusebio, ex ferroviario jubilado que vive solo.
Una decena de personas consultadas se quejan más de su mala suerte, de no tener dinero y ser pobres a rabiar, que de la mala confección de los alimentos. “Sí, es mala, pero al menos en estos comedores tenemos garantizado almuerzo y comida”, apunta Gladys, madre soltera de cuatro hijas que recibe ayuda de la Seguridad Social.
Una empleada asegura que “es muy difícil cocinar bien sin tener sazones y condimentos. Tampoco recibimos vegetales y frutas. A eso súmale que la administradora y los cocineros cargan con el aceite y el pollo cuando entra”.
En Cuba, lo malo, desagradable e incorrecto va más allá de la elaboración de alimentos. Lo encuentras en los estantes sucios donde colocan hortalizas y frutas, en la venta de productos sin empaquetar o en la adulteración en las normas de elaboración de embutidos y el peso a despachar.
“Es una falta de respeto a la población. Cualquier cosa que usted compra en pesos cubanos es de pésima factura. Da igual que sea ropa, artículos de ferretería o del hogar. Por lo general, lo que se le vende a la gente es una mierda. Mira estas bolsas de yogurt aguado”, asevera Mildred, en la cola para comprar yogurt batido a 15 pesos la bolsa en un mercado estatal.
Incluso pagando en pesos convertibles, en Cuba es difícil comprar artículos de calidad contrastada.
Pero los cubanos obligados a alimentarse, vestirse y disfrutar de su tiempo libre pagando con la moneda nacional, reciben mercancías devaluadas. Son ciudadanos de tercera categoría en su propio país.
Iván García
Hispanost, 12 de marzo de 2017.
Foto: Tomada de Libre Mercado.
Panfilo debe dejar de ir a las «shopping» e ir a estas bodegas….!!!!