Es la tabla de salvación de muchos. Los mercados clandestinos abastecen de casi un 60 por ciento de productos a gran parte de la población cubana. Cuando la isla vivía los años duros de esa contienda silenciosa fue el “período especial”, las ventas subterráneas proporcionaban lo que el deprimido Estado no ofertaba.
Adela Bencomo, 73 años, ama de casa, siempre compró aceite de cocina, carne de res, pollo, pescado de primera y leche en polvo para sus nietos en el mercado negro. Vendían más barato. Y muchas veces los alimentos te los traían a la puerta de tu casa. Ahora, en este mayo caliente del 2010 las cosas han cambiado.
“Hace meses, los tipos que en el barrio se dedican al negocio de vender alimentos están en cero. Todos los días, ansiosos, los vecinos les preguntamos hasta cuándo esto va a durar. Y nos responden lo mismo: ‘El picheo está duro’.
Debido a la escasez en la economía informal, muchas familias gastan más divisas, al tener que adquirir los producto en las tiendas por pesos convertibles”, dice Adela, mientras hace fila en la carnicería, para comprar la media libra de pollo mensual que distribuye el Estado per cápita por la libreta de racionamiento.
Después del 2008, cuando el país fue asolado por la furia de los vientos de tres potentes huracanes, el gobierno del General Raúl Castro desató un amplio operativo policial contra los “vendedores ilegales”
En juicios sumarios de 25 minutos, se mandó dos años a la cárcel a cualquiera que cogieran lucrando con alimentos. Era altamente peligroso caminar por las calles con cinco kilos de arroz o un cartón con una docena de huevos frescos.
Todas las personas que en sus espaldas llevaran una mochila, eran requisadas por la policía. Ser joven era sospechoso. Ser negro casi te marcaba. Luego del acoso implacable de las fuerzas del orden al mercado subterráneo, los meses posteriores al paso de los ciclones, la marea descendió.
Pero el Estado mantuvo un mayor control a los almacenes, empresas y establecimientos, la fuente principal de aprovisionamiento de quienes se dedican a vender alimentos de forma clandestina.
Y se ha ido secado el pozo. En los países con grandes dificultades económicas, el mercado negro es una de las principales industrias. En Cuba, para poder adquirir ropa, artículos de aseo y alimentos como aceite, quesos o confituras de calidad, hay que tener moneda dura.
Alrededor del 70 por ciento de la ciudadanía recibe euros o dólares de sus parientes desperdigados por medio mundo. Pero no éstos no son suficientes para poder adquirir de forma íntegra toda la canasta básica, vestimenta y calzado, entre otros, en las tiendas por pesos convertibles.
Para desgracia mayor, el gobierno, que tanto habla de sus bondades y generosidad con el pueblo, desde 2004 aplica un «impuesto revolucionario» del 20 por ciento al dólar estadounidense y de un 8 por ciento al euro.
Desde esa fecha, además, subieron exageradamente los precios de artículos de primera necesidad. Que ya de por sí eran muy caros. Hoy todas las mercancías que se ofertan por pesos convertibles tienen un impuesto que rayan con el 400 por ciento.
Entonces es lógico que la gente recurra al mercado negro. Al caer éste en picada, debido al acoso policial, le han creado un dolor de cabeza a más de uno. Rosa Duarte, 49 años, es un buen ejemplo.
“No sé que voy a ser, intento estirar los 100 dólares que me envía mensualmente mi hija desde Estados Unidos, pero apenas me cubre las principales necesidades. Si continua el dique seco en la economía informal, tengo dos opciones: o decirle que me gire más plata, o salir a la calle a pedir auxilio”, dice Rosa con cierta ironía.
Y no es una broma. Si algo que siempre estuvo tan bien aceitado como el mercado negro, empieza a cancanear, las dificultades del cubano de a pie se acrecentarán.
A ello agregue un salario de burla, que apenas alcanza para comprar unas pocas viandas y los productos de la libreta de racionamiento, magras cuotas que no llegan a los 10 días. Y lo peor, sin soluciones a la vista.
Iván García