A partir del verano de 2018, recuerda Leticia, 56 años, instructora de arte, empezaron a escasear los alimentos en agromercados y tiendas por divisas. “Un buen día la leche en polvo se perdió varios meses de los estantes. Después le tocó el turno al aceite y el papel sanitario. En el agro igual. No había aguacates, faltaban las frutas y la malanga. El desabastecimiento de alimentos y artículos de aseo comenzó sin aviso oficial. Siempre el gobierno se justificaba, que si se atrasó el barco que traía la materia prima, que si los carretilleros y los revendedores, que si las compras de pánico de los acaparadores. A continuación vino el déficit de combustible. Era ya una crisis en toda regla, pero el gobierno la denominó situación coyuntural”, rememora Leticia.
En esa etapa, el dictador Raúl Castro Ruz acababa de designar como presidente a Miguel Mario Díaz-Canel Bermúdez, un ingeniero electrónico a quien desde muy joven el régimen adiestró como funcionario del partido comunista. Nacido el 20 de abril de 1960 en Placetas, Villa Clara, Díaz-Canel reunía las cualidades que buscaban los ‘líderes históricos de la revolución’, una cofradía de compadres que lucharon en la Sierra Maestra y se consideraban -y se consideran- por encima del bien y del mal.
Díaz-Canel es lo más parecido a un truco de magia. El régimen quiere que veamos a un tipo aparentemente reformador. Cuando fue primer secretario del partido en Villa Clara, autorizó en el centro nocturno El Mejunje espectáculos de travestis, le gustaba escuchar a Joaquín Sabina, los Beatles y recorría la ciudad en una bicicleta china. No vestía de verde olivo. Usaba vaqueros desteñidos, calzado tipo náutico y jugaba baloncesto en el barrio.
En un país donde por mucho tiempo un homosexual era considerado un delincuente y escuchar música extranjera se catalogaba como diversionismo ideológico, si alguien autoriza pequeñas concesiones se le etiqueta de ‘reformista’. Pero cuando a Díaz-Canel lo trasladaron a Holguín se pareció más al cuadro tradicional del partido comunista. Comenzó a engordar, usar guayaberas blancas y hablar con la jerga habitual de los mediocres funcionarios del régimen. Allí conoció a Lis Cuesta Peraza, su segunda esposa.
Llegó a La Habana como futura estrella política. Los hermanos Castro no querían sorpresas. Unos años antes, habían conformado una preselección con varios posibles candidatos a presidente. Roberto Robaina, Carlos Lage y Felipe Pérez Roque, entre otros, quedaron en el camino. Les gustó tanto ‘la miel del poder’ que se creyeron autónomos. Craso error. Lo pagaron con la expulsión deshonrosa del partido y terminaron siendo apestados sociales.
Díaz-Canel siguió jugando a lo suyo. Se convirtió en un ventrílocuo. Decía lo que los ‘líderes históricos’ querían escuchar. Nunca habló de reformas, más allá de las permitidas. Tampoco se dejó arrastrar por la ola seductora de Barack Obama. Raúl Castro no eligió un presidente, designó a un custodio para que velara por ‘las conquistas de la revolución’. Y, de paso, impidiera que en un futuro, ellos, los ‘líderes históricos’ y sus parientes, pudieran ser juzgados por corrupción y enriquecimiento ilícito.
El campo de acción de Díaz-Canel es limitado. Según algunas fuentes es un administrador local, una especie de bodeguero de la economía interna. Un auténtico hombre de paja. La economía real la maneja GAESA, un poder dentro del poder, que recauda las divisas, determina qué hacer con ellas y qué cantidad se deposita en el Banco Central de Cuba. A GAESA no la controla el actual mandatario, tampoco a la Fiscalía General de la República. Son asuntos personales de Raúl Castro, quien previsiblemente, cuando en 2021 cesen sus funciones de primer secretario del partido, traspasará a Díaz-Canel el poder real. Pero eso está por ver.
Al presidente cubano se le puede culpar de muchas cosas. Aburrido, con una oratoria robótica y poco convincente como un actor novato. Sabe que gobierna por encargo, sin el poder ni los recursos necesarios. Su puesto, más que despertar envidia, asusta. Si en medio del actual desastre económico Díaz-Canel logra salvar los muebles, se encumbra. De lo contrario puede parar en la cárcel.
El error de muchos ciudadanos de a pie es culpar a Díaz-Canel de la posible hambruna que viene en camino. Bueno, sí, tiene su cuota de culpa por aceptar ser una marioneta. Pero hasta ahí. La crisis económica, social y alimentaria que inevitablemente asolará a Cuba tras la pandemia del Covid-19 no es culpa de Díaz-Canel.
Cubanólogos achacan el caos económico a un problema sistémico, estructural. Muy técnica la respuesta. El culpable del naufragio son el difunto Fidel Castro y su hermano Raúl. Si el general no hubiera torpedeado la estrategia de Obama y hubiera apostado por la democracia, otra hubiera sido la situación. Y no hubiéramos llegado a la antesala de lo que pudiera ser una crisis alimentaria de grandes proporciones por pésimas estrategias económicas y escasa visión política. Aún se está a tiempo, si Castro II quisiera, se podrían implementar las reformas necesarias.
En 2010, Raúl Castro aprobó unas coordenadas conocidas como Lineamientos Económicos y luego trazó una hoja de ruta hasta 2030, como si la política y la economía de un país fuera algo estático o una simple receta que hay que seguir por pasos para hacer una tortilla de papas. Por supuesto, fracasó. De los Lineamientos, su biblia de las reformas, solo se ha cumplido al 21 por ciento. Los pronósticos para erigir una sociedad próspera y sostenible antes de 2030 son una broma. Ni Nostradamus puede augurar que va a suceder en Cuba el mes de diciembre próximo.
El virus que llegó de China fue la tormenta perfecta. Le puso la guinda al pastel a la estacionaria crisis económica. El régimen puede buscar muchos pretextos: el embargo, la sequía, el mosquito Aedes Aegypti, el caracol gigante africano, los ciclones, los temblores de tierra, el polvo del Sahara o la fatalidad de ser una isla. Pero la única realidad es que estamos donde estamos por la estupidez y la torpeza de los que llevan 61 años rigiendo el destino de Cuba.
Hace rato la Isla debió desconectar el teléfono rojo con Caracas y dejar al chavismo navegar a su suerte. Apoyar a regímenes como Venezuela, Irán y Corea del Norte es señal que hemos apostado por la escoria política del planeta.
El restablecimiento de relaciones con Estados Unidos y la política de acercamiento de Obama debió ser aprovechada para sacar al país del inmovilismo económico. Una oportunidad de oro pérdida. El régimen optó por las anacrónicas estrategias de control social, reprimir a la oposición, administrar la miseria y cerrar las puertas a la prosperidad.
Raúl Castro es tan conservador que ni siquiera se atreve a iniciar reformas estilo China o Vietnam, naciones que han mantenido al partido comunista en el poder, pero autorizando la economía de mercado y no sancionando a las personas que generan riquezas. Así, en retroceso, llegamos al verano de 2020. Las familias cubanas ni siquiera tienen garantizada su comida básica: arroz blanco, frijoles negros, carne de cerdo, yuca o boniato. Las producciones agrícolas y porcinas han decrecido tanto que si con urgencia no importan alimentos, la hambruna será inevitable en Cuba.
Si la industria ligera sigue sin satisfacer la demanda y no se importan materias primas o artículos de aseo, un porcentaje alto de la población seguirá cepillándose los dientes con jabón y usando bicarbonato como desodorante. Emilio, electricista, hace dos meses que se cepilla los dientes con un trocito de jabón que le regaló una vecina. “Al menos el nasobuco oculta la peste a boca, pero la peste a grajo y la ropa empercudida no se puede tapar con la mascarilla”.
Dunia hizo cola para comprar muslos de pollo en el Reparto Sevillano, municipio Diez de Octubre, y se alteró tanto por no poder adquirirlo, que se puso a gritar improperios en contra del gobierno. Aunque había policías cuidando la cola, intentaron consolarla sin reprimirla. “Hago una cola tras otra y casi nunca puedo comprar nada. Tengo a mi madre enferma y estamos pasando hambre. Almorzamos caldo hecho con viandas y por la noche comemos el pan de la libreta con una pasta de ají que inventé. El poco dinero que tengo lo guardo para comprar pollo”.
Hace cinco años, las cosechas agrícolas disminuyeron su producción por falta de maquinarias modernas, combustible, regadíos por goteo y fertilizantes. El impopular ministro de la Agricultura, Gustavo Rodríguez Rollero, en un programa Mesa Redonda dijo que la producción de arroz que este año debió ser de 190 mil toneladas (Cuba consume alrededor de 700 mil tonelada anuales de arroz), se incumplió en 22 mil hectáreas por falta de combustible, fertilizantes y plaguicidas. De la carne de cerdo se necesitan 17 mil toneladas mensuales para mantener una presencia estable en los mercados y solo se está recibiendo un tercio, alrededor de 6 mil toneladas. La Habana, dijo el ministro, consume 500 toneladas diarias de viandas, frutas y hortalizas y solamente está recibiendo 70 toneladas.
A pesar de encontrarse vacíos casi todos los agromercados, comercios y tiendas por pesos o cuc, el régimen insiste en sustituir la importación de alimentos y producirlos en Cuba. Pero la agricultura, la ganadería y la avicultura ni de lejos suplen la actual demanda. ¿Qué pasará? ¿Seguirá GAESA destinando dinero a la construcción de hoteles de lujo y campos de golf en detrimento de la importación de alimentos? ¿Anunciará el gobierno nuevas y profundas reformas económicas? ¿Se permitirá la exportación de alimentos por parte de familiares residentes en el exterior?
Al grave problema de la comida, se suma el alarmante déficit de medicamentos, artículos de aseo y viviendas. La mala noticia es que las condiciones actuales en Cuba son el caldo de cultivo perfecto para futuros estallidos sociales. La buena es que la crisis alimentaria tiene solución si el régimen desata las fuerzas productivas y crea un marco jurídico para las pequeñas y medianas empresas. Raúl Castro dentro de un año se jubila y es el único que puede autorizar reformas económicas en Cuba. Mientras, el costo político del inmovilismo lo está pagando Miguel Díaz-Canel.
Iván García
Foto: Raúl Castro y Díaz-Canel en abril de 2018. Tomada de Le Courrier.