Hoy la vi. Es en blanco y negro, le han salido puntitos amarillos y huele a cucaracha. Congelada en el tiempo, ya con color sepia, rescaté una foto de la adolescencia. Somos once muchachos, alegres por los efectos del trago de los que no tienen dinero: alcohol ligado con agua, que comprábamos a 5 pesos la botella en casa de la negra Giralda, en la calle Buenaventura.
Fue, quizás, a finales de 1988. Yo era un desmovilizado del servicio militar y sentados en la escalinata del Instituto de la Víbora celebrábamos, que nunca más tendría que ponerme aquel horrible y caluroso uniforme verde olivo, diseñado por algún sádico ruso que al parecer odiaba el trópico. Y obligó a millones de jóvenes a vestir la horrenda prenda y marchar con una pesadas botas con casquillo de acero en la punta, fabricadas en serie en una fábrica de Minsk, en la antigua Unión Soviética.
De los once, sólo quedamos tres en Cuba. Los demás se han marchado. Damián, es ahora un gordo nostálgico. Trabaja en una cantina de Manhattan y en estos días de frío bestial en Nueva York, todas las noches sueña que duerme en su casa de la calle Carmen esquina a Saco.
Mario reside en algún rincón de Alemania. Pero él y yo sabemos cuánto ama a La Víbora, su patria chica, a su barrio y a los suyos. Cuando tiene los euros necesarios, toma un vuelo rumbo a La Habana para paliar la “saudade”, tomar ron añejo y llorar sentado al pie de la estatua de José Martí, frente al Instituto, en las calurosas noches habaneras.
En la foto, Ariel Tapia era joven y muy delgado. Me quedo con los recuerdos que compartimos juntos como novatos periodistas independientes en la agencia Cuba Press, rodeados de gigantes de la pluma como Raúl Rivero, Ricardo Alfonso o Tania Quintero.
No olvido el día que Raúl Rivero nos pidió a Ariel y a mí cubrir una noticia. Era el juicio de un opositor del partido 30 de Noviembre y debíamos charlar con el tipo y luego publicar una nota. A la espera que terminara el juicio y bajo un sol de fuego, Ariel y yo compramos una botella de ron Caney y a la sombra de un horrendo edificio de tecnología yugoslava, en la Esquina de Tejas, donde una vez estuvo el cine Valentino, charlábamos de mujeres y béisbol.
Cuando volvimos al tribunal, el juicio había concluido. Fue una odisea, con la madre del opositor gritando auxilio en plena Calzada de 10 de Octubre y llamando a gritos a la policía. No nos dimos por vencido. Seguimos a la exasperante mujer y pudimos averiguar dónde vivía el opositor. La noticia salió. Como el par de crónicas que los escribimos sobre el ayuno del doctor Oscar Elías Biscet, en la calle Tamarindo 34. Biscet vivía en Lawton, barriada colindante con La Víbora, y en 2003 fue condenado a 25 años de prisión.
Han pasado más de veinte años. Ahora Ariel da tumbos por la Florida. Otros tres amigos de la foto en blanco y negro residen también a 90 millas: Javier, David y Frank. Ven pasar el tiempo y la morriña en Miami, la segunda patria de todos los cubanos.
De uno de los muchachos de la foto olvidé su nombre. Y no sé por qué motivo fue a parar a Tel Aviv, Israel. Me han contado que vive sembrando naranjas en una cooperativa de Jaifá y se ha convertido a la religión judía.
Erick se casó con una danesa y tiene 6 hijos, familia descomunal y poco habitual en aquella tranquila sociedad. De Arturo tengo malas noticias. En Colombia se enroló en algún cartel de drogas y una noche cualquiera apareció su cadáver en el baño de un bar de mala muerte de Medellín. Le habían cortado el pene.
Sólo tres quedamos en esta isla de escasez y pobreza material. Fernando, hoy un productor musical de éxito que vive a caballo entre la capital de México y su Habana. Frómeta, un “jabao” (mestizo) de casi dos metros, que jugaba baloncesto como Kareem Abdul Jabbar, y con 44 años es visitante habitual de las cárceles cubanas, por los delitos más nimios. Y yo, escribiendo posts para mi blog Desde La Habana o historias para el diario El Mundo. Una forma de alejar los fantasmas de la soledad que me acosan con alevosía.
Así hemos terminado una gran mayoría en Cuba. Con familiares y amigos divididos. Marchitándonos a fuego lento en una revolución que se proclamó socialista y por la cual años atrás nuestros padres y muchos de nosotros éramos capaces de dar la vida.
Pertenecíamos a una generación obediente. A la que nunca se nos consultó nada. Íbamos cantando himnos hacia los surcos de tabaco, en las movilizaciones agrícolas de las escuelas secundarias en el campo. Pletóricos de patriotismo marchábamos a Angola o a cualquier otra guerra perdida en el continente africano. Sin chistar. A poner bien en alto el nombre de un tipo a quien sólo le interesaba él y su obra.
Pero todo eso ya se perdió. Y fotos en blanco y negro como la que rescaté de un cajón olvidado hay miles en la Cuba del 2010. Una marca indeleble de que nuestras vidas fue un engaño. Que todo fue una trampa. Una gran estafa.
Iván García
Foto: intrepidfred, Flickr