En La Habana de los 80, muchos jóvenes vivíamos sin futuro. Entre acordes de guitarra y conversaciones, al pie del busto de José Martí, a la entrada del Instituto de La Víbora, por las noches nos reuníamos a tomar alcohol ligado con agua, que comprábamos a 5 pesos la botella en casa de la negra Giralda.
Me llegó de golpe. No recuerdo cuál de los muchachos del piquete de inconformes con el modo de vida que pretendían inculcarnos los líderes de la revolución, me prestó un libro de Mario Vargas Llosa, forrado con una foto de Fidel Castro fumando un puro y riendo con hipocresía.
Era La ciudad y los perros. En esa época, para no llamar la atención, la gente solía forrar los libros “prohibidos” con portadas revolucionarias. Me lo leí de una sentada. Y ahora confieso que jamás lo devolví. Me sedujo a tal punto el escritor peruano, que lo he releído no menos de diez veces.
Luego, cuando me botaban de la clase de Historia, porque discrepaba del profesor cuando aseguraba que el capitalismo y los americaos tenían los días contados, me iba a la biblioteca de la escuela. Allí, a escondidas, leí La casa verde, publicado en 1965, el año de mi nacimiento.
Casi dos décadas más tarde, una madrugada oscura y tibia, me dirigía a la casa y una patrulla de la policía, después de cachearme y revisar mi carnet de identidad, con una linterna rusa, grande y pesada, revisó al detalle cada pliego del libro que llevaba.
“¿Y este libro de quién es?”, preguntó iracundo y ríspido el agente. Pensé responderle que ante sus ojos estaba el nombre del autor, pero el guardia tenía mal talante y no deseaba dormir esa noche en un calabozo de la unidad policial.
“El autor es un amigo de la revolución -mentí. Narra un atentado a Trujillo, el tirano dominicano”. Se trataba de La fiesta del chivo. Con desdén, el policía me miró de arriba abajo, tiró la puerta del Lada ruso y me dijo “Desaparece, mulato, que el horno no está para pastelitos”. Era marzo del 2003.
Ocho años antes, en 1995, me había iniciado como periodista independiente en la agencia Cuba Press. En este tiempo, he recibido varias marcas. De mi madre, Tania Quintero, que me inculcó el amor al periodismo. Raúl Rivero, poeta y maestro del oficio, con una prosa ágil. Reinaldo Escobar, profundo y analítico. Luis Cino, por su cultura y dominio del español. Claudia Cadelo y Laritza Diversent, dos blogueras leonas.
Pero hay unos tipos especiales que me enganchan hasta el delirio por su forma de escribir.
En un inicio, traté de imitarlos y con los años supe que el listón lo habían puesto demasiado alto. Gabriel García Márquez y Carlos Alberto Montaner son dos de ellos. Mario Vargas Llosa es el otro.
Iván García