Todas las noches soñaba con Santiago de Compostela. Era un sueño recurrente en Antonia Ortega, quien murió en La Habana a los 86 años sin volver a visitar su Galicia natal.
Pero a su hija Rosario de manera tan gráfica le describió los parajes de la capital gallega, que desde niña ella conocía al dedillo una ciudad que sólo ha visto por fotos.
“Mi madre me trasmitió la pasión por Galicia y sus costumbres. Heredé de ella su manía habitual de sentarse por las noches en el patio trasero de la casa a cantar viejas canciones gallegas y bailar muñeiras”, cuenta Rosario, de 69 años.
Vive en la bulliciosa barriada de Santos Suárez, en el municipio habanero de Diez de Octubre, en una casona de los años 30 necesitada de reparación.
Rosario dirige una escuela de baile español en Curros Enríquez, antigua sociedad que lleva el nombre del poeta y periodista gallego Manuel Curros Enríquez (Celanova 1851-La Habana 1908). Ahora, además de mesas de billar y un café, el lugar tiene un restaurante en moneda dura donde se puede comer lacón y tomar buen vino español.
En la puerta de la escuela, Rosario pasa asistencia a las niñas que asisten a las clases de baile. Cobra 40 pesos (casi dos dólares) por la inscripción y 20 pesos mensuales. Dos veces por semanas, las pequeñas van a taconear en el tablado del piso superior de Curros Enríquez.
Cuando oscurece, después de preparar una cena frugal para ella y su esposo, los recuerdos y nostalgias comienzan a visitarla.
“Mi madre llegó a Cuba en 1937. Vino con 16 años de la mano de un tío. Sus padres murieron durante la guerra civil. Fue una republicana feroz. No solía asistir a reuniones de sus paisanos. Pobre a rabiar, pronto se adaptó a aquella Habana ostentosa de los años 40, colmada de luces de neón y prosperidad”.
Antonia Ortega no tuvo una bodega en una esquina, como la mayoría de los gallegos en la isla. Tampoco iba los domingos a la sociedad Rosalía de Castro a comer empanadas, mientras en un RCA Víctor podían escuchar partidos de fútbol del Deportivo o el Celta de Vigo.
“Era muy terca y no hablaba de sus desgracias. Prefería trasmitirme los buenos recuerdos que atesoraba de Santiago de Compostela. Fue muy adelantada para su época. Se casó con un negro, mi padre, trece años mayor que ella. Vivieron juntos hasta que él murió, en 1996. Sentían un respeto profundo por sus respectivas tradiciones. Ella con sus cantos y oraciones, él con sus orishas y muertos. Fui muy feliz en mi niñez. Mi padre solía hablarme de sus antepasados en Nigeria, y mi madre destilaba morriña al hablarme de Galicia”, cuenta Rosario.
Esta hija de gallega no se acogió a la nueva ley de la memoria histórica que permite viajar a España a cientos de cubanos. “Estoy muy vieja para marcharme de mi patria. No tengo hijos y no deseo ser una carga para nadie. Mi única ilusión seria visitar la tierra de mis antepasados. Santiago de Compostela y sus rúas milenarias y también la aldea de Calabar donde nacieron mis abuelos paternos”.
En la sala de su casa se dan la mano una pintura del Sagrado Corazón de Jesús y un conjunto de deidades afrocubanas situadas detrás de la puerta, para “recoger todo lo malo”.
Son las once de la noche. La barriada de Santos Suárez está en calma. A media luz y el agua derrochándose a mares por las cañerías defectuosas. En la distancia, creo escuchar la gaita de una muñeira gallega y, de fondo, un tambor africano. No es raro. Es Cuba. Una isla mestiza.
Iván García
Foto: Habano, Panoramio. Curros Enríquez, en la esquina de Rabí y Santos Suárez, La Habana.