Desde La Habana

Cines de barrio

Les cuento cómo conocí a Charles Chaplin. Toda la semana me la pasé espiando a mi abuela Carmen, para ver dónde ocultaba el monedero. Como otras mujeres de su generación, ella no tenía la costumbre de darle dinero a sus nietos. Menos para ir al cine.

Una noche, mientras escuchaba un partido de béisbol en un antiguo radio RCA Víctor, la vi levantar el agujereado colchón de su cama de hierro y esconder el bolso negro de vinyl.

Al día siguiente, cuando estaba fumando en el balcón, levanté el colchón y del bolso cogí un peso en billete de papel. Tenía 12 años y en 1977 era una fortuna para un adolescente. El domingo, junto a Juan Carlos y Julio César, dos amigos de la escuela, nos sentimos importantes.

Por primera vez en nuestras vidas, iríamos solos al cine. Eran tiempos del socialismo institucionalizado a la soviética. En las salas cinematográficas no se vendían rositas de maíz, caramelos ni chicles.
El antiguo cine Rooselvet, rebautizado Guisa por la revolución, era una sala de barrio de las de toda la vida. Costaba 40 centavos. Nueve hileras de gastadas butacas de paño que una vez fueron rojas. Un penetrante olor a orine salía de los baños.

Entre los espectadores habituales, pedófilos y masturbadores que cazaban a sus víctimas a la entrada. Aparentaban ver la cartelera y de soslayo ojeaban las nalgas de alguna chica o notaban el miedo en el rostro de un niño bitongo.

Antes de comenzar la función, compramos una docena de panes con croquetas -las más ricas que he comido en mi vida- a 15 centavos, cuatro panes para cada uno. Las vendían en un café de mala muerte en la esquina de Monte y Fernandina.

Nos acomodamos en la primera fila para ver bien de cerca el filme y con tranquilidad comernos los panes con croquetas. En su nube de haz brillante, el proyector trasladaba al genial Chaplin parodiando a Hitler en el Gran Dictador.
Desde entonces, mis amigos y yo nos enganchamos al séptimo arte. El problema era cómo conseguir que nuestras abuelas nos dieran un peso a cada uno, para asistir a las matinés dominicales del cine Guisa.

En mi infancia, todos los fines de semana mi madre nos llevaba a mi hermana y a mí a ver los estrenos de películas infantiles. Un domingo,  después de hacer una cola de tres horas bajo un sol africano de mediados de agosto, en el cine Cuatro Caminos vimos La vida sigue igual, con Julio Iglesias. Fue su regalo por mi cumpleaños.

Eran tiempos cuando ir al cine era una salida distinguida. Mejor que ir a misa y tan bueno como almorzar pizzas en Doña Rosina. Pero nunca me sentí tan gusto como en el cine de mi barrio.

Cierto que las grandes salas como el Yara, Payret o Trianón por esa época tenían aire acondicionado y unas butacas suaves que te envolvían. Una de dos. O veía las películas con regodeo. O tirabas una siesta placentera mientras los chícharos hacía su digestión.

Los cines de barrio eran otra cosa. En la entrada, a la derecha, estaba la señora que nunca envejecía con su pulcra blusa blanca de algodón y su sonrisa artificial, mientras recogía el boleto y una mitad lo introducía en un cajón carmelita, rústico y alargado.

Otros dos personajes eran la acomodadora, que con su linterna china te llevaba por un laberinto oscuro hasta la butaca, y el proyectista. En esa época, eran frecuentes los cortes de películas a la hora de cambiar los rollos. Cuando eso sucedía, como energúmenos gritábamos ‘cojo suelta la botella’.

Luego nos mudamos de la barriada pobre donde nací, en El Pilar, Cerro, para La Víbora, en el  municipio Diez de Octubre. También habían cines de barrio. Pero ya era un adolecente y las películas rusas, soporíferas y extensas, no eran de mi agrado.

Cuando en 1990 llegó el “período especial”, los cines de barrio que quedaban, empezaron a desaparecer.  Hoy algunos son almacenes de productos ociosos. El Gran Cinema, en la Calzada de 10 de Octubre esquina O’Farrill, perdió el techo y lo han convertido en una escuela de acróbatas de circo.

Y el Guisa, el cine de mi niñez, donde vi por vez primera a Chaplin, John Wayne y Vivien Leigh, hace tiempo desapareció.

Lo siento por mi hija Melany. Para poder llevarla a una multisala, en la calle Infanta, tenemos que desplazarnos a 15 kilómetros de la casa. Un lugar sin el glamour que tenían aquellos viejos cines. Como otras niñas de su edad, su ídolo es Hannah Montana.
Hace 37 años, yo no dejaba de ver una película de Charles Chaplin, aunque tuviera que cogerle a escondidas un peso a mi abuela Carmen, para quien 40 centavos era mucho dinero. Es que las tandas que a ella le gustaban eran las ofrecidas los miércoles en el cine Valentino. Ese día proyectaban cintas mexicanas y la entrada costaba 10 centavos.

Iván García

Foto: Lázaro Sarmiento. Cine Florida, en Agua Dulce y 10 de Octubre.

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