Es verdad que es un viaje raro, extravagante y doloroso, pero Bebo Valdés, el gran pianista, compositor, director de orquesta y arreglista cubano, encontró con la muerte una manera de volver definitivamente a su país. Y de regresar como vivió desde el día que decidió exiliarse y quitarse la dictadura de la cabeza: libre.
Salió enseguida, en los primeros años 60, y se ha pasado más de medio siglo con su piano en un bolsillo interior del saco por México, Estados Unidos, Suecia y España, sin importarle trabajar en el anonimato de un restaurante de Estocolmo, donde, como dicen los críticos, tenía que amenizar las sopas de los comensales. Unos señores que ni siquiera imaginaban que aquel negro enorme y serio que tocaba era uno de los artistas más importantes de la música americana del siglo XX.
Nadie le preguntó nunca si fue feliz en ese tiempo de marginación y olvido, aunque el hombre había reencontrado el amor y la familia, y el artista tenía memoria y seguía escribiendo música y arreglos. «Cuando hago mis composiciones», dijo, «las hago porque me gustan. Si no las uso quedarán para mis hijos».
En las tres décadas de silencio tenía que recordar que José Antonio Méndez y César Portillo de la Luz, los fundadores del filin (esa poesía cantada en tiempo de bolero), habían ramoneado en sus sonoridades para hallar la verdad. Y eso mismo hizo en México Pérez Prado cuando buscaba el mambo y los compositores del jazz afrolatino, los inventores del son montuno y de todo lo que fuera armonía pura y cadencia criolla.
Valdés escribió mambos, creó un ritmo particular llamado batanga y trabajó como arreglista de los más destacados artistas de su país, como Ernesto Lecuona, Rita Montaner, Xiomara Alfaro, Rolando Laserie y el Benny Moré, y de cantantes como Lucho Gatica o Monna Bell.
Borrado de la historia de la cultura de su país por el odio de la burocracia, la intolerancia y la incultura, el músico se mantuvo tranquilo frente al piano, creativo, sin dejarse vencer por las tentaciones ni por la nostalgia y fiel a la promesa verbal que le hizo a su madre de no volver a Cuba mientras existiera el comunismo, unas horas antes de abandonar La Habana a pesar de que la verdadera Habana no lo abandonara nunca.
Cuando el saxofonista Paquito D’Rivera lo llamó en 1994 a su casa sueca para grabar en Berlín Bebo rides again y el cineasta Fernando Trueba lo incluye en su documental Calle 54, Bebó Valdés renació para el gran público y recobró de manera tardía el bullicio y la gestión superficial de la fama. La gloria no lo dejó nunca porque suele tener una complicidad probada con los hombres humildes y discretos.
Antes de este viaje sin voz ni documentos, Valdés se había mudado para Andulucía. En el patio de esa casa creía ver mejor el sol y los colores de su querido pueblo, Quivicán, una villa habanera en que él será siempre Caballón, un muchacho alto, muy alto, que amaba la música desde que nació.
Raúl Rivero
Video: Bebo Valdés y El Cigala en Veinte años, legendaria canción cubana de María Teresa Vera. Le acompañan Javier Colina (bajo), Niño Josele (guitarra) y Piraña (cajón). Veinte años es una de las nueve canciones del disco Lágrimas Negras, ganador de tres Grammy, entre otros muchos premios. Las otras canciones son Lágrimas negras, Inolvidable, Niebla de riachuelo, Corazón loco, Se me olvidó que te olvidé, Vete de mí, La bien pagá y Eu sei que vou te amar, del brasileño Tom Jobim.