Benito tiene 85 años. Todas las mañanas, afuera de una carnicería de la barriada habanera de la Víbora, con uno de sus ‘ekobios’ (socios en la secta) se sienta a charlar de béisbol, religión y política.
Es un negro alto, severo y repleto de achaques. Desde hace 63 años forma parte de un plante abakuá llamado ‘Enmaranñuao’. Es Plaza y Mokongo de su juego. Como en todo plante abakuá, sólo se aceptan hombres.
“Para ser un individuo digno no hace falta ser abakuá, pero para ser abakuá es imprescindible ser un hombre recto. Es la regla de oro de la secta, cualquiera que sea el sello o plante”, señala en una tarde fría y gris mientras fuma un tabaco de etiqueta.
La secta de los abakuá nació a finales del siglo 19 en La Habana. Los antecedentes se remontan a sociedades secretas en la región nigeriana de Calabar. Existen 43 plantes. Solamente en la capital y en la provincia de Matanzas se practica el culto.
Cada plante tiene su sello que es la representación o juego del culto. Hay más de 120 juegos. En sus inicios, estaban conformados por negros esclavos africanos o sus descendientes que habían sido liberados a partir de 1886, cuando se abolió la esclavitud en Cuba.
Luego no. A principios del siglo XX se fundó la primera sociedad abakuá con hombres de la raza blanca. Alberto Yarini, famoso chulo habanero del barrio San Isidro, era blanco y un abakuá respetado.
Yarini, una leyenda llevada al cine, fue acuchillado por asunto de mujeres a manos de un proxeneta francés. Después, y acorde a la multicolor sociedad cubana, la religión abakuá se convirtió en un abanico étnico.
Aunque de manera esporádica otros plantes aceptaban personas blancas, hasta 1959 sus miembros eran negros y mestizos. Gente sencilla que laboraba como estibadores en el puerto habanero o en otras faenas duras. También hubo abakuás entre artistas y músicos, como el percusionista Chano Pozo, quien solía tocar ritmos abakuás y yorubás. Chano fue encontrado muerto en una calle de Nueva York en 1948.
El padre de Benito era un abakuá de calibre. Él le enseñó el respeto al prójimo, a la familia y a las mujeres ajenas. “En estos tiempos tempestuosos, una parte de la Sociedad Secreta Abakuá se ha desvirtuado”.
“También el dinero es un elemento de peso. Tipos con mucha plata pagan para entrar a un plante. En el bajo mundo habanero, ser abakuá se ha convertido en sinónimo de hombre duro. Hay una legión de delincuentes peligrosos que son abakuás. En mi tiempo no era así”.
El viejo ‘ñáñigo’ se estira en su taburete de roble y rememora el pasado. “La buena conducta en la Sociedad era una norma. Sólo si el delito cometido era por cuestiones de honor, se aceptaba a personas que habían estado en la cárcel. Éste es un culto de valores, viril, pero que no está en guerra, ni se contradice con el respeto a las leyes y a quienes conviven con uno”.
Ahora todo es distinto, afirma. “Ya hasta en las cárceles hay plantes. Los templos parecen fiestas públicas. Asiste cualquiera. Es horroroso. Tipos que han apuñaleado a una anciana, desvalijado una casa o golpeado a mujeres, se creen con derecho a convertirse en abakuá”.
En los primeros años de revolución, la policía miraba con recelo y respeto a las sectas abakuá. “Ha habido sus tropiezos. Pero las autoridades no han tratado de entorpecer nuestras reuniones. Ha sido un trato distante, pero correcto”, acota este hombre con 63 años de pertenencia a una secta abakuá.
Otros seguidores de religiones afrocubanas concuerdan con él. Si hombres rectos y de honor no intentan darle un vuelco, la tradición abakuá, tan enraizada en la sociedad cubana, pudiera convertirse en un tinglado de maleantes de la peor catadura. “De hecho, ya lo es”, confiesa Benito.
Iván García
Foto: Chano Pozo