Desde La Habana

Una historia de odio y amor

Sandra lloraba sobre la almohada sin consuelo. A su mente venían recuerdos tristes que ahondaban su pena y le cortaban la respiración. Su padrastro la despertaba a las 6 de la mañana para que limpiara toda la casa, antes de irse para la escuela. De rodillas, pulía con la frazada el piso, hasta que quedara seco. De no ser así este le propinaba una golpiza feroz. No entendía porque la odiaba y maltrataba tanto. Entonces sólo tenía 16 años.

Cuando lloraba en silencio venían pensamientos nefastos a su cabeza. Deseaba que su padrastro muriera. ¿Cuántas veces no le pidió a Dios que falleciera en algún accidente o de un cáncer devastador? Era lo único que podía hacer ante su impotencia. El todopoderoso no la complació. Siempre regresaba y continuaba amargándole  la existencia.

Isabel, la madre sabía que su hija lloraba encerrada en el cuarto, sufría junto con ella pero no decía nada. No podía contradecir a Pedro. Llevaban 15 años de matrimonio y dos hijas en común. Sandra era fruto de su primera relación, y Pedro le había ayudado a criarla desde los cinco años. Estaba agradecida a este hombre despiadado y de pocas luces, que se casó con ella y la sacó de un paraje intrincado en las montañas de la Sierra Maestra.

Una noche, cuando todos dormían, despacio y sin hacer el menor ruido Sandra abrió la puerta, corrió hasta que sus pies se cansaron. Una carretera la hizo reaccionar. Estaba lejos de casa y la autopista solitaria le recordó historias de asaltos que habían ocurrido por esa zona. El miedo la hizo esconderse entre las altas yerbas. No podía creer lo que su ira la había empujado hacer. Sintió tanta pena de sí misma y nuevamente a llorar inconsolablemente.

Pensó tirarse ante uno de aquellos autos veloces. Pero quedaría destrozada y su madre no la reconocería. Con un pedazo de vidrio encontrado en la carretera, frotó sus muñecas. Quería entrar en un sueño letárgico del que no despertara jamás. Ni siquiera se hizo un rasguño. Comprendió que no tenía suficiente valor para acabar con su sufrida existencia.

Necesitaba que alguien la escuchara. Sintió música en casa de Laura y se atrevió a tocar la puerta, a pesar de lo avanzado de la madrugada. Laura se sorprendió al verla. Sandra se le tiró encima a llorar. Después de tomarse un vaso de agua y contar su triste historia, aceptó tomar un trago de ron. Uno, dos, tres…, ya estaba mareada, todo le daba vueltas. Sentía como Laura la desvestía, acariciaba sus senos y la besaba.

Todo en su mente se puso negro. Despertó con un terrible dolor de cabeza. Estaba completamente desnuda y sola en la casa. Tenía recuerdos vagos, no podía entender nada. Estaba decidida a no regresar, no podía soportar la cara de su padrastro. Laura llegó, la sorprendió con un beso en los labios. Sus ideas se iban ordenando en la cabeza, pero no estaba segura de lo que había sucedido horas ante entre ellas dos.

Laura era una mujer independiente, vivía sola desde hacía un año, cuando se divorció. Sandra la conocía desde el preuniversitario. Se daba cuenta del trato especial que le ofrecía, pero no al extremo de sospechar que estaba enamorada de ella. En esa circunstancia, debía escoger entre los maltratos despóticos de su padrastro o la estabilidad emocional y amorosa que le ofrecía su amiga.

Un mes más tarde estaba completamente cambiada. En su rostro se notaban las ganas de vivir. La libertad estaba en sus manos. Era dueña de su vida. Besaba a cuantos quería o la deseaban, no importaba el sexo. Era como realmente deseaba ser y ya no había nadie que se lo impidiera.

Cinco años después, Laura y Sandra, dos profesionales lesbianas, son una pareja feliz y estable. Esperan la respuesta de la Embajada de España, para viajar con un contrato de trabajo. Las dos saben que sólo necesitan el pasaje de ida.

Laritza Diversent

Foto: Dos mujeres desnudas, de Pablo Picasso. Pintado en París en noviembre de 1945.

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