Desde La Habana

Recuerdos de una prostituta jubilada

Después de preparar un jugo de tamarindo bien frío, se sienta en el sofá. “Ve a jugar, quiero hablar cosas que no debe escuchar una niña”, le pide a su hija de 11 años.

Un gato enorme, viejo y casi ciego, por instinto, de un salto se acomoda en el regazo de su dueña. Mientras arrulla al felino, Yolanda, 46 años, comienza a contar su historia de puta dura.
“A mediados de los 80, después de dejar la escuela tras un aborto por un embarazo no deseado, me iba con un grupo de amigos a pasar el rato en el malecón. Solíamos llevar una botella de aguardiente de caña y varios nos dedicábamos a comprarle dólares a los turistas”.

Fue precisamente por esa época que nació el término ‘jinetero’. Los primeros ‘jineteros’ de la revolución de Fidel Castro eran jóvenes a la caza del dólar, por aquel entonces prohibido por las leyes cubanas.

“Nuestro negocio era comprar fulas (dólares). Después, africanos que estudiaban en Cuba nos compraban un lote de pacotilla. Jeans, tenis y shorts que vendíamos en el mercado negro. Un buen negocio. Se triplicaban las ganancias, pero era riesgoso. Si te atrapaba la policía podías ir cuatro años tras la rejas”.

Por aquel tiempo, era un tronco de mulata que paraba el tráfico. “A mi paso, todos los hombres volteaban la cabeza y los extranjeros me hacían proposiciones para llevarme a la cama. Sólo quería gozar, bailar y comer en restaurantes vedados a los cubanos. Tener divisas estaba prohibido por la ley, igual que alojarse o merodear por centros turísticos”, recuerda Yolanda.
“La primera vez que fui a la cama con un yuma (extranjero) tenía 21 años. Me preguntó cuánto costaba la noche y le respondí que me diera lo que entendiera. Luego de hacer el amor bajamos a la tienda del hotel y el señor, un turista canadiense, me compró ropa, cosméticos y artículos electrodomésticos”.

El canadiense le puso dos billetes de 100 dólares dentro de sus senos. Después de esa noche, Yolanda se propuso sacarle dinero a su cuerpo bien moldeado. “Me gustaba templar (follar), y si además, al final de la jornada buscaba buena plata, valía la pena dedicarse a la prostitución”.

En una gastada libreta tiene anotados los nombres de todos los extranjeros con quienes mantuvo relaciones sexuales. “Pasan de 100 los hombres y unas 50 mujeres. Qué tiempos aquellos, fiestas, drogas y sexo por arrobas”, rememora mientras acaricia al viejo gato.

Su ventaja, aclara, fue haber jineteado por cuenta propia. Nunca en grupo. Tampoco trabajó para ningún chulo. “El dinero lo invertí en comprarme una casa y ayudar a mi madre. Me casé dos veces. La primera vez con un mexicano, la segunda con un belga. Pero nunca me adapté a estar lejos de los míos. Extrañaba mucho. Desde el malecón hasta los piropos que me decían por las calles”.

Siempre volvía a La Habana. Cuando ya los machos no viraban la cabeza a su paso, supo que debía colgar los guantes. Y se juntó con un maestro panadero anodino y cariñoso que le trata como una reina.

De aquella etapa sólo quedan recuerdos. “En estos tiempos de necesidad, y la cantidad de mujeres en busca de dinero, ha provocado que niñas de 12 y 13 años se acuesten con tipos que pueden ser sus abuelos por 20 o 30 dólares. Antes, una jinetera de calibre no templaba por menos de 100 dólares”.

El gato, aburrido y con hambre, salta de su regazo y se va a un rincón del patio. Yolanda lo sigue con la vista y hace un resumen de su existencia.
“Disfruté mucho, fui a sitios a los cuales nunca hubiese podido ir si hubiera sido una simple obrera. Viajé a distintos países. Probé cocaína de calidad y compré en tiendas caras. Tengo tres hijas, pero no quiero que sean jineteras. Deseo que estudien y sean buenas profesionales”, dice y se levanta a preparar la cena familiar. No se arrepiente de nada. “Fui una gozadora. Ya la vida me quitó lo bailao”.

Iván García

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