Desde La Habana

Ratas de prisión

La primera vez que Valentín pisó una cárcel tenía 15 años. Por las callejuelas de la Habana Vieja, junto a tropa de malandros se dedicaba a robar el bolso o una cámara de video de algún turista desprevenido.

“Entré en un reformatorio de menores en 1996. Desde entonces, la prisión ha sido mi hogar. En los últimos catorce años, he estado doce tras los barrotes de una celda”, me cuenta Valentín en uno de sus breves oasis de libertad.

Cuando entró al ‘talego’ (prisión) por vez primera, era un joven negro, delgado y mucho pelo. En  2010, tengo frente a mí a un tipo calvo a quien le faltan numerosos dientes, con dos cortes de arma blanca en el cuello, y con rostro y una fortaleza física que mete miedo.

“En la cárcel he tenido más de un problema. El trato a los delincuentes comunes por parte de los guardias de la prisión es violento y humillante. Somos no personas. Las cárceles cubanas son una selva. Sobreviven los más duros”, señala mientras bebe cerveza infame en un bar improvisado.

Cuando Valentín está en libertad, vuelve a sus andanzas. Es un antisocial de primera clase. Su manera de buscarse la vida es robando o estafando a incautos. No sabe hacer otra cosa.

“No me veo viviendo de un salario miserable. Me gusta la marihuana y el ron. Las mujeres blancas y vestir bien. Mi manera de obtenerlo es robando. No hay otra forma para mí”, cuenta descarnadamente.

El 88% de los presos comunes en Cuba son negros o mestizos. Los negros y mestizos en la isla constituyen el 50 % de la población. Por lo general, son los que peor viven. Sus familias son verdaderos infiernos. Los delitos violentos y hechos de sangre suelen ser cometidos por negros.

Negro también son los hermanos Martell. Unos chicos que hablan una jerga cortada y rápida. Desde los 13 años su vida transcurre de un penal a otro.

Hace seis meses están en la calle. Y ya están próximos a visitar de nuevo la prisión. “Estamos a la espera de un juicio, donde la petición del Fiscal es de 12 años”, cuentan de manera casi jocosa. Y agregan: “Nuestros socios de la ‘cana’ (cárcel) ya nos están guardando una litera”. Estar presos para los hermanos Martell es un estado natural.

Y lo peor es que en La Habana abundan jóvenes negros y marginales que se creen tipos duros. Son ratas de prisión. Roberto Dueñas, 22 años, lleva siete en la cárcel. Cumple una condena de 43 años. Entró por un delito menor y una sanción de 3 años.

Pero allá dentro, ha matado a un par de reos, ahorcándolos con sus propias manos. Y una tarde de 2009, junto a un grupo de presos se amotinó en un penal en las afueras de la provincia Camagüey, a 600 kilómetros de la capital.

Si algún día Dueñas sale de la prisión, lo haría con 58 años. Sin mujer ni familia. En una carta que le envió a un amigo, repleta de faltas de ortografía y con una letra de rasgos infantiles, confiesa que no se arrepiente.

“Aquí en el ‘tanque’ (cárcel) lo que vale es la fuerza, para que te respeten y obtener una serie de beneficios que te hacen la vida más llevadera. Si mi vida es morir dentro de una prisión que así sea. Nunca permitiré que otro hombre me pase por encima. Mejor que yo, sólo Dios”, escribió Dueñas a su amigo.

El gobierno de los hermanos Castro nunca ha ofrecido cifras de la cantidad de presos comunes que existen en la isla. Ni de la cantidad de cárceles. Se sabe que el entorno en el que crecieron estos jóvenes es caldo de cultivo para la delincuencia.

Y lo peor no es el silencio. Si no que el Estado cubano no tiene solución a la problemática de una sociedad cada vez más precaria y violenta.

Iván García

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